Basta con ver la disciplinada pero explosiva y alegre reacción de los japoneses al saber que organizarán los Juegos Olímpicos de 2020 para saber que se trata de un lance en el que los países se juegan mucho más que un encuentro deportivo o un buen o mal negocio. Por patriotismo, orgullo, espíritu de desafío o cualquier otra buena razón había muchos ciudadanos tristes al ver descartada la candidatura española. Mi respeto para sus sentimientos, pero la actitud de ciertos responsables que, desde culpar a Zapatero hasta insinuar que el COI se vende „como si en tales ambientes hubiese alguna vez algo parecido a las nobles intenciones„ ha rozado el delirio. Sólo les falta convocar un acto contra la conspiración judeomasónica. En la Plaza de Oriente.

Si además de ser simpáticos y tener un clima, un paisaje y una cocina envidiables, somos, pese a todo, un país más libre y seguro que Turquía y, quizás por chamba, no hemos sufrido ninguna emergencia nuclear tan terrible como la de Fukushima; si los turcos aún se presentaron otras dos veces, tras su tercer fracaso, está claro que, a lo peor, tiene razón esa señora del COI (descarto totalmente que se trate de una filántropa) que nos ha aconsejado que gastemos el dinero en cosas más necesarias y urgentes. De las pensiones a la sanidad y de las becas a la investigación creo que sobran los objetivos para gastar bien y no hace tanto que, al rescatar a la economía española, se decía que «era demasiado grande para dejarla caer». Quizás se hayan librado de dejarla, otra vez, en nuestras manos.

Es posible que no se fíen de nosotros: sobre todo si hemos asegurado que serían unos juegos «austeros» y que íbamos a gastar poquísimo, que es lo que dicen los sacamuelas, quienes, presuntamente, cultivaron el sobresueldo, la adjudicación ventajista y la comisión ilegal y saquearon las cajas y las administraciones públicas, convertidas en oficinas de favores. Cuando estos señores (y señoras) estén en galeras y cargados de grilletes, puede que nuestra reputación mejore. Si lo merecemos.