Según la ONG Educo, cada tres minutos un niño cae en la pobreza. Como ven, se trata de un modo más de decirlo porque con los sistemas de información convencionales, no acaba de entrarnos. Oímos que hay un millón de niños pobres más y nos entra por un sitio y nos sale por otro, sobre todo si entre ellos no se encuentra un hijo nuestro, un nieto, un sobrino, qué sé yo. Los millones no impresionan ya en ningún área. Un desfalco de un millón de euros, por ejemplo, es una porquería de desfalco. Pero uno de diez también. Una vez inaugurada la era Bárcenas, todo lo que no se acerque a los 50 millones nos parece una cosa de pobres. De modo que medio millón de niños indigentes más es eso mismo, una cosa de pobres a la que apenas prestamos atención.

Nos lo tienen que decir, insistimos, de otras formas. Hasta ahora venía funcionado bastante bien el asunto de la desnutrición, que nos traía a la memoria las moscas en las comisuras de los labios de los críos africanos, también alrededor de los ojos, a la espera de una lágrima de la que absorber sus componentes minerales. Las moscas saben de dónde obtener sus recursos alimenticios. De hecho, no hay moscas flacas, tampoco moscas con la tripa deformada por el hambre, no hay moscas decaídas. Si durante años hemos consumido con piedad fotografías de niños africanos en los puros huesos, lo cierto es que ya no nos impresionan esas imágenes, desgastadas por el uso. Nos darían palo si fueran de niños españoles, pero a los niños españoles hay que sacarlos por ley con el rostro pixelado, lo que les quita todo el dramatismo.

En fin, que las ONGs no saben cómo estimular la solidaridad porque los recursos visuales y verbales se apolillan en un tres por cuatro, que son doce. De ahí seguramente lo que decíamos de los tres minutos. Cada tres minutos, un niño tropieza y cae en la pobreza. Es el tiempo de calentar dos tazas de agua (una para ti y otra para tu pareja) en el microondas. Las metes, te acercas al salón para buscar el móvil, ordenas un par de cosas que están fuera de sitio, recuperas el mando a distancia de las profundidades del sofá, y enseguida escuchas los pitidos. Colocas en las tazas sendas bolsitas de té y, ¡zas!, otro niño con moscas. A ver qué hacemos.