Los magistrados tienen, en este momento y de modo general, un prestigio crecido: por eso resulta más extraña y atrabiliaria la decisión del juez Jesús Leoncio Rojo de no permitir que un redactor de Levante-EMV tomara notas de un juicio. Notas, no fotografías. Y si no tomas notas, ¿cómo cree el magistrado que un periodista puede alcanzar un claro en el farragoso bosque de considerandos que es todo proceso judicial, y más en los países latinos? Leo que el señor Rojo no ha puesto trabas a la libertad de bolígrafo en otras ocasiones, con lo que prefiero pensar que es víctima del estrés ocasionado por la acumulación de casos y la falta de personal y recursos.

No parece que en este episodio se trate de preservar la intimidad o vulnerabilidad de nadie, pues los procesados eran presuntos abusadores de la buena fe de unos emigrantes, es decir que, por la naturaleza indefensa de las víctimas, los hechos requieren, si hay condena, de tanta ejemplaridad como publicidad. En fin, que casos así no ayudan en el proceso, muy avanzado, de recuperación del prestigio del Poder Judicial, visto por muchos ciudadanos como la última puerta a la esperanza, tras el alumbramiento por la empresa pública y la privada, por el poder central y el autonómico, de promociones enteras de cleptócratas con la voracidad (y el hedor) de una manada de hienas.

La mayoría de jueces hace su trabajo con tantas dificultades y, a veces, más esfuerzos que el resto de los ciudadanos, en estos años de hierro, cuando el desconsuelo y las privaciones ocupan más latifundios que un catálogo completo de Grandes de España. La regeneración democrática es urgente o puede repetirse lo que me pasó, hace muchos años, cuando traté de acceder a un herido en una reyerta. El médico „un tipo serio y bragado„ me dijo que no podía, que se lo había prohibido el juez, y que él no tenía miedo de los generales, pero sí de un juez. Así lo dijo. Fue en 1978, hace mucho, en una galaxia muy lejana, pero los jueces no están para infundir miedo, sino para inspirar respeto.