El ser humano es el animal que hace trampas, dijo Edgar Allan Poe en uno de sus relatos. Añadió: mientras existan hombres, las harán. Poe, que tenía conocimientos suficientes para escribir magníficas historias sobre animales, no reparó en que éstos también las hacen. Los animales, lo sabemos, son en muchos casos unos refinados impostores. Si algo nos admira de los serenos elefantes es su verdad. Uno no imagina en ellos impostura alguna. No tienen ninguna necesidad de esas bajas aptitudes. Son respetados por lo que son y se muestran tranquilos. Su inocencia se supone como consecuencia de su verdad y la forma de su poder no conoce rivales. Desde cierto punto de vista, son la cima de la evolución y podemos atribuirles el estatuto de una especie lograda. Por eso nos parece tan grave cazarlos. Nada representa mejor la inconsciencia del mal que esos hombres obsesionados con darles muerte. Ahí está el personaje de John Houston en Cazador blanco, corazón negro, esa historia magnífica sobre la ceguera del antropocentrismo moral.

El ser humano es el animal que hace trampas porque todavía ocupa un lugar inferior en la escala evolutiva. Esto lo hemos visto en estos días de forma expresa en nuestras televisiones. En algunas universidades públicas se ha impuesto la buena práctica profesional de hacer firmar a los estudiantes un pequeño libro de estilo. Entre esas buenas prácticas se incluye una: no copiar. En las universidades americanas, la lista de compromisos es más amplia y concierne a otros aspectos de la vida personal. En Navarra y en otros lugares de España basta por el momento con iniciar este elemental compromiso de un estudiante con su propia verdad. A la salida, los periodistas les ofrecieron el micrófono a los jóvenes que venían de cerrar su matrícula. Unanimidad. Con un desprecio rotundo, con una seguridad mostrenca, de esas que jamás alberga la mínima duda acerca de lo correcto de su posición, todos los testigos coincidieron. Un mero papel sin importancia, dijo uno. Si puedo copiar, copiaré, dijo otro. Una tontería, añadió un tercero. Hombre, si no te pescan€, comentó un cuarto. Ni uno solo se dejó afectar por ese gesto de estampar en un papel su nombre, único, intransferible, singular. Ninguno se dejó impresionar por el hecho de lo que significa dar una palabra, adquirir un compromiso, hacer una promesa. Todos reconocieron que estaban dispuestos a ser unos impostores tan pronto como tengan la ocasión.

El ser humano es el animal que hace trampas. Ese es el principio antropológico que estos jóvenes ponen en práctica. Por supuesto que ninguno tiene ni idea de obedecer la definición que sobre nosotros diera el relato de Poe. Como si cumplieran una ley de la naturaleza, afirman que ese desprecio a su propia palabra dada les parece en todo caso normal. Valoran en poco el conocimiento que se supone van a adquirir, sólo quieren el diploma. ¿Es un azar que, en este clima, algunas universidades privadas ofrezcan el mismo título que una pública por la mitad de tiempo de clases y el doble de dinero? ¿Es esto una trampa institucional más, en medio de otras tantas?

Si Nietzsche dijo que el ser humano es el animal al que le está permitido prometer, entonces merece la pena preguntarse si estamos hablando de la misma especie animal. En realidad, sí se trata de la misma especie. Justo porque el ser humano puede hacer trampas, le está permitido prometer. Los elefantes no saben ni de una cosa ni de otra. Aunque no den su palabra, siempre la cumplen. Los estudiantes españoles también saben que pueden prometer. Lo que reconocen es que llegar a ser buenos profesionales no forma parte de sus promesas. No les parece un asunto suficientemente serio como para comprometerse. Su nombre de verdad no tiene nada que ver con su profesión. No son capaces de interiorizar que no hay relación más importante entre alguien y la sociedad que cumplir su obligación profesional. ¿Tendrá algo que ver todo esto con el desprecio que el sistema económico español muestra hacia la vida profesional, con los sueldos más bajos de Europa? ¿Sólo hacemos trampas en este asunto?, tenemos derecho a preguntarnos. ¿No serán que saben que los siguientes contratos que firmen son iguales de tramposos, si es que los firman? ¿De dónde viene este estilo de vivir en que las trampas de unos se cubren con las trampas de los demás? ¿Tienen los estudiantes la culpa de ello?

Merkel, que ha obtenido una victoria espléndida y esperable en las elecciones del domingo, dijo en días pasados: «El buen europeo es el que cumple los tratados, no el que sale corriendo a pedir ayudas». Merkel, como es natural, sigue la tesis de su paisano Nietzsche. Pero también habría podido citar a otro paisano, Arnold Gehlen, que dijo que «el ser humano es el animal capaz de disciplina». Al menos los alemanes la han tenido y no sólo porque han cumplido lo que decían las encuestas. Por eso Merkel ha dicho: solidaridad, sí, pero con disciplina; esto es, con los compromisos y contratos correspondientes. Lo recuerdan porque saben que por otros sitios circula otra divisa: cumplir, sí, pero sólo si nos pillan. El buen europeo es el animal que tiene derecho a pronunciar promesas. Nada más ganar, Merkel ha dicho: «Prometo gobernar con responsabilidad». Nuestros estudiantes, después de lo que salen diciendo de las oficinas universitarias tras pagar la matrícula, parecen que nos dicen con su sonrisa: «El buen español es el que hace trampas». No parecen buenos europeos. ¿Es posible que las diferencias entre el norte y el sur afecten a nuestra idea de ser humano? Puede que sí, que a fin de cuentas se trate de principios directivos antropológicos diferentes.

¿Dónde está la diferencia entonces? ¿Cómo hemos enseñado a nuestros estudiantes a que sea completamente natural hacer trampas? ¿Tiene algo que ver con esto el hecho de que ninguna conducta impropia e inadecuada produce escándalo entre nosotros? Algo de eso hay. Parece que en nuestra cultura no ha entrado con fuerza la frase evangélica que proclama: «¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí! Más le valdría que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18, 6). Aquí hemos escandalizado tanto, que resulta difícil identificar en qué se cree. Nuestra sensibilidad ante el escándalo ha quedado cegada, saturada. Si tuviéramos esa sensibilidad intacta, estallaríamos de cólera. Hacer trampas es una forma evolutiva arcaica, propia de seres embotados, confundidos, que salen de las situaciones como pueden; pero en ciertos medios sociales parece que hay que sobrevivir pese a todo. Dostoievski dijo que el ser humano es el animal que se acostumbra a todo. El español ha logrado incluso acostumbrarse al escándalo. La consecuencia es que se ve como natural reírse de las promesas en el acto mismo de firmarlas.

Sobre el ser humano se han dicho muchas cosas, como se ve. Pero entre la frase de Poe y la de Nietzsche podemos hallar otra que es muy inquietante. No me refiero a esa que dice que «el ser humano es el ser capaz del delirio de negación», algo que se ha verificado con creces en los casos de corrupción de nuestros políticos. El delirio de negación es por ejemplo decir «¡El sol no existe!». Otro ejemplo: «¡Esos SMS no existen!». Sin embargo, todavía hay otra frase peor. Se trata de aquella que afirma que el ser humano es el animal que se puede malograr. Nuestro Lulio, el gran mallorquín, lo dijo de forma positiva: el ser humano es el ser que se humaniza. Pero si esto es así, todavía tenemos que decidir si se malogra por hacer promesas o por hacer trampas. En todo caso, podemos sugerir que el ser humano se malogra con seguridad cuando se le hace regresar a condiciones sociales en las que la lucha por la vida conduce a situaciones evolutivas brutales. En estos ambientes, hacer promesas es un lujo superfluo. Cuando los jóvenes que salen de las aulas, como los políticos que suben a la tribuna del Parlamento, proclaman a los cuatro vientos «tenemos derecho a ser unos impostores y sería ridículo que renunciáramos a él», entonces tenemos el síntoma de un país que debe ser analizado en serio. No deberíamos escandalizarnos tanto de esos otros que dicen: «Hemos jurado una Constitución, pero la cumpliremos sólo si nos obliga Europa». ¿De qué es esto síntoma? Es difícil saberlo con precisión, pero creo que sea lo que sea, es cercano a la brutalidad de la vida expuesta y desarmada.

En todo caso, alguien debería recoger todos estos síntomas sobre lo ridículo de hacer promesas y preguntarse si tienen algo que ver con una inmensa capacidad de autoengañarse. ¿Pero por qué es preciso autoengañarse tanto? ¿Estará relacionado con llevar dentro una realidad que no nos gusta ver? Es posible que este estilo de vida esté condicionado por una cada vez más intensa exposición a un futuro incierto, sobrecargada por la falta de horizonte, de perspectiva y de sentido. Sea cual sea el grado de error que existía en la eufórica España de la primera década del siglo XXI, algo es cierto: la situación básica de la sociedad española es hoy de un dolor oculto que ni siquiera puede ser mirado de frente. No es este el tipo de decepción que pueda humanizar a quien la padece. Es más bien el tipo de trauma que lleva a desesperar. ¿Tiene algo que ver la desesperación con la incapacidad de hacer promesas? Creo que tiene que ver. La promesa quiere tiempo y afirma un futuro. La desesperación no es sino el lento rumiar la carencia de tiempo.

Quienes llevan el rumbo de la sociedad española deben oír más allá de los ecos que llegan de los periódicos y de las tertulias televisivas. Deben oír, porque el dolor sordo de esta sociedad ante la falta de futuro se está enquistando en las entrañas, por mucho que no produzca escándalo. Ese dolor es el que estalla en las risas de los jóvenes que ven ridículo prometer no hacer trampas. Ese dolor es el que se hunde en el pecho de los jóvenes que son obligados a irse de su país. Ese dolor es el que requiere la ingesta masiva de ansiolíticos y somníferos, una de las mayores del mundo. Es el dolor que antecede al odio. Y cuando los procesos civilizatorios que el ser humano ha puesto en marcha para superar su dolor ya no resulten eficaces, cuando lo que haya en el fondo de las almas salga a la superficie y a la luz, entonces sólo se podrá comprobar si acaso no tenía razón Engels al definir al ser humano como el animal que tiene miedo de sí mismo.