Con la edad ocurren cosas sorprendentes. Hace un tiempo veo visiones, lo cual lo prometió san Pablo, según dijo Jan Kott en Valencia en 1981. Me basta comenzar a pasearme, y me los encuentro. A veces se trata sólo del olor de sus casas. Porque en llegando a la Alta, 28, asoman al balcón Conchita Vila, Amparo Martorell, Rosa Navarro, y hasta sus voces me llegan, de lejos. Ellas vivieron, amaron y sufrieron ahí.

Si llego cerca de la calle Salamanca puedo ver a mi tía Virtudes Torres Calomardo, paseando, con 80 años, elegante, serena, incomparable y los obreros aún la piropean. Me cuenta cosas de la guerra, tremendas. Va a comprar algo para mi y lleva un fino sombrero. Su perfume es tan sutil como el del cariño sin trabas.

Cuando me acerco a la esquina de conde de Salvatierra son Asunción Coll, su madre, y su guapa hija, las que salen al balcón del salón calabaza (o rosa, o rojo, o gris) y me dan recomendaciones para ir a la ferretería, la charcutería o la frutería, todas desaparecidas. Y en la puerta del Mercado de Colón se asoman y hasta oigo a José Maria Coll y Onofre Coll hablar de fletes, de Londres, de naranjas o cebollas. Yo tengo menos de 16 años, qué suerte, volver en flashback. De cine.

Hay más, si paso por el edificio donde estuvo Habitat y ahora HM, es a mi tío Sanz, el exportador, a quien entreveo. Y su casa de estilo ecléctico demolida y reconvertida por los Alamar/Pechuán en oficinas y tiendas. Su coche Hispano-Suiza está a punto. Vamos al almacén de 1900. Llevamos un canotier.

En el paseo de Russafa, esquina a Cirilo Amorós, me espera mi tío Julián Torres, un señor. Sus hijas, con 98 y 100 años, salen para ir a ver una exposición. La madre y la tía de Consuelo Mofort Torres y Arturo Monfort Torres. No sé qué pediré en el bazar, luego de pesarme en la farmacia Royo, igual acabo de nacer. Hago mi puzle con fotos que se hacían en París antes de 1914 o en 1920, se nota que tienen clase.

Estos fantasmas, mientras cruzo el Hades, vienen a mi, son gentiles, así el de mi madre, Dolores Melià Torres, que va a comprarse un bolso y yo contemplo el cocodrilo en su urna. Se irá al Principal y mi padre al Apolo y se lustra los zapatos en el kiosco España. Me habré de quedar con Alfonso Gómez, el portero de la casa al lado del Eslava, jugando. O ella se va a Fuente Podrida, es 1952. Yo la acompaño, leo 20.000 leguas de viaje submarino. He vuelto del Pirineo, tengo 6 años y medio. En la esquina de la plaza de la Reina toca el violín Charlot de Riola, y le damos propina antes de tomar el chocolate en Santa Catalina.

Mi padre sale a las puertas de la Llotja dels Mercaders. Ha pagado, nos vamos a casa. Carlos Ventura sonríe y no da murga. Puede llevarme hasta la plaza de San Nicolás, a ver a Rafael Coll en El Plátano de Oro. Me regalará uno. Miro el rosetón, es en 1961.

Ellos me acompañan. Valencia está poblada de fantasmas. No les convoco, no bajo al Hades aunque llevo La Odisea (tengo 12 años). Viven así. Siento su aliento.