En España hay 9.087.176 pensionistas; un número que anualmente crece en 120.000. Una fuerza electoral tan decisiva como peligrosa porque puede votar con el corazón o con el bolsillo, según la conducta de los partidos.

Con un cambio radical en el prestigio del pensionista, que ha pasado de ser alguien a quien se toleraba con sus batallitas y quince días a Benidorm, a volver a ser cabeza de familia con su correspondiente autoritas porque gracias a su pensión todos los suyos pueden llegar a fin de mes. Y como el que paga manda, no sabemos las consecuencias del voto de unos cabreados con recortes y medicamentazos, que además puedan influir en el voto de su entorno. Solo con que lo hiciesen sobre otra persona afectaría a 18 millones de electores.

De modo que los partidos han de tener una atención especial en sus campañas para que no se les escape ese filón de adeptos si no quieren llevarse el disgusto de su vida, como en Alemania se ha visto. Han de pasar de las palabras a los compromisos, porque los pensionistas ya conocemos de sobra „elección tras elección„ la admiración y el respeto por nuestros pasados esfuerzos y lo ejemplar de nuestras vidas, bla, bla, bla€ Y todos a casa.

No, amigos. Ahora en tiempos difíciles queremos oír compromisos electorales, demostrados antes de las elecciones, para evitar que nos tomen el pelo. Pondré algún ejemplo. Que los partidos propusieran incluir en el Pacto de Toledo a tres representantes de los pensionistas para enterarnos de lo que allí pasa. O que a los pensionistas enfermos, disminuidos físicos, o a viudas con familia a su cargo se les descontase en el IRPF el gasto de su asistencia doméstica. O un recorte en el IBI. O asistencia geriátrica en la Seguridad Social, porque es un dislate muchos pediatras cuando la natalidad disminuye y sin geriatras cuando la ancianidad se incrementa.

También una representación de la tercera edad en fundaciones y empresas públicas, para que se lucrasen de su experiencia acumulada. En estos momentos de EREs y jubilaciones anticipadas, nuestro colectivo ya no es el de antes. No somos una cuadrilla de abuelos cebolleta con recuerdos repetidos de su infancia. Ahora estamos saturados de abogados, ingenieros, economistas, auditores de cuentas, actuarios y cien profesiones más con cincuenta años que han visto truncada su vida sin horizontes de futuro. Y con ellos hay que contar, porque aportan rentabilidad al capital público empleado en sus titulaciones, ya que un titulado superior ha costado al Estado sobre 160.000 euros que no pueden perderse.

La experiencia demuestra que el electorado calla, pero no olvida. Y de pronto surge la sorpresa, para los que nos creían tontos y descubren sorprendidos que gobernaban a personas que discurrían y juzgaban. En estos próximos años puede pasar de todo. Incluso lo más desagradable. Una abstención histórica de los desengañados del sistema, que fue el camino del totalitarismo.