Del escritor muerto quedan siempre, como un estiércol impoluto (o no tanto), sus palabras, y para cada lector, sobre todo, aquellas que le han sacado de la normalidad al pasar sobre su negro lomo, como un punzante guijarro bajo la alpargata. Como homenaje póstumo, recorro algún poemario de Mutis, paro en las marcas a lápiz que había dejado al margen y elijo: cuando llamó al otoño «la derrota final de los más altos destinos de verdura y sazón»; cuando dice de alguien que la fuerza del deseo lo transformaba «en un hombre diferente, ajeno al tiempo y al sórdido negocio de la culpa»; cuando, de un lejano duque, dice que era «insaciable abrevador de sus sentidos y lector asiduo de los poetas latinos»; cuando, en fin, describe así el hastío de dos que hablan: «Cada uno ha sorprendido ya, en la voz del otro, el insoportable cansancio de haber sobrevivido tanto tiempo a la total desesperanza».