Y así transcurrirá un año más sin ningún premio Nobel en la universidad española. No ha sido obtenido en las disciplinas científicas ni en Economía, la ciencia en que la mentira no tiene precio. La prensa se niega ya a alimentar esperanzas infundadas, por lo que no aprovecha las jornadas previas para promocionar a un ramillete de aspirantes frustrados.

Siempre nos queda la excelente cosecha de los Nobel de literatura, pero los galardonados en esta parcela „Cela, García Márquez„ no se distinguen por una relación preeminente con las aulas universitarias. El cine español goza de mayor peso planetario que la ciencia española, pese a que aguanta críticas inmisericordes.

El contribuyente conoce de antemano la petición que se le formulará cuando flaquea un sector social, la ciencia española necesita más dinero. Sería perverso enarbolar al madridista Bale como contraejemplo de la panacea económica, pero también convendría adjuntar un compromiso de resultados. De lo contrario, y con perdón por exprimir la metáfora, la sociedad se arriesga a invertir en una empresa que obtiene menos premios que Florentino Pérez.

La austeridad salvaje se ha propagado a los recortes en ciencia, pero el gremio deberá explicar por qué España marcha a la cola de patentes en los países de su entorno, sin que la investigación teórica que antepone el qué al para qué ofrezca resultados más brillantes. La última protesta de los investigadores se ciñó a una efemérides de Santiago Ramón y Cajal. Resulta contraproducente remontarse a un siglo atrás en el competitivo campo científico, como si no abundaran las celebraciones desde esa fecha. Un siglo es una eternidad en la vida de la ciencia.

Sólo un partidario de Rajoy suscribiría las restricciones a la investigación. Ahora bien, los sacrificios exigidos a las clases medias deberían alentar una limpieza en las filas de los científicos medios, eliminando endogamias, prestigios huecos o cargos sin publicaciones que los avalen. Algo no acaba de funcionar en ese entorno, a la vista del listado Nobel o de las clasificaciones de las mejores universidades del mundo, ayunas de menciones españolas.

Un país con el hombre casi más rico del planeta, Amancio Ortega, debería poseer un correlato universitario aunque el inventor de Zara carezca de licenciatura. Un optimista alegará que siempre quedarán las prestigiosas escuelas de negocios, que otorgan sus titulaciones a Ignacio Urdangarin después de recibir las enseñanzas de Diego Torres.