La Ley de Transparencia, el proyecto estrella de Rajoy para la «regeneración democrática» tras los múltiples casos de corrupción que han afectado y afectan a la vida política española, fue aprobado sin consenso en el Congreso y entre reproches de opacidad y partidismo. El PSOE se opuso, así como la Izquierda Plural y parte del grupo mixto. Los socialistas se descolgaron en la recta final de la tramitación tras romper sus relaciones con el PP por el caso Bárcenas. Incluso CiU y el PNV, que la aprobaron junto al PP, la calificaron como «operación de diseño» y criticaron los límites al acceso a la información y exigieron que se introdujeran excepciones al silencio negativo de la administración. Dentro de unos días la ley pasará por el filtro del Senado.

La sensación generalizada es que el texto podría haber sido un punto culminante de la legislatura, pero se ha quedado a medias por la amplitud de las excepciones. La norma afectará a decenas de miles de instituciones y entidades, que se verán obligadas a dar información sobre contratos, retribuciones, convenios o subvenciones. Los gobiernos autonómicos han de adaptarse a las nuevas exigencias. El presidente Fabra, desde que llegó al Palau, asumió la idea de hacer públicos los contratos y entregarlos a los grupos de la oposición, además de dar información sobre las actividades internas de la administración. En gran parte, se han cumplido sus promesas, sobre todo teniendo en cuenta la enorme opacidad de sus predecesores. Faltan, sin embargo, más esfuerzos en ese sentido. Las nuevas tecnologías pueden servir de herramienta para acentuar el control político, uno de los fundamentos de la democracia. La iniciativa de publicar una web para la divulgación de datos y tareas de los gestores abunda en esa dirección.