Hace semanas -muy pocas semanas- Fabra se reunió con Rajoy «en secreto». Más o menos en secreto, vamos, porque entró al despacho antes o después que Cospedal y porque lo vio media humanidad, además de los espías de la NSA, que ya van incluidos en el paquete (el «secreto», pues, se suele utilizar para cargar de énfasis el hecho comentado). Ayer, el presidente, tras aquella avanzadilla, anunció que encabecería la candidatura a la Generalitat. En realidad, el respaldo de Madrid estaba cantado y no hacía sino constatar la lógica de los tiempos. ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien en sus cabales cambiar a dos presidentes en una legislatura? Si Rajoy, Margallo, Cospedal, Pons, Arenas y todo el menú completo del PP hubieran suscrito un complot para sustituir al presidente, la convención generalizada sería una: han perdido el juicio. De modo que el espaldarazo de Madrid sólo tiende puentes con el sentido común. Fabra, hoy, es incuestionable. Digámoslo mejor: lo es porque nadie con mando en el PP desea convertir esta autonomía en una carnavalada.

Otra cosa son los tiempos y la estrategia utilizada. Fabra trató ayer de zanjar el debate «sucesorio» (tampoco es que hubiera debate: un debate es algo serio, del que se extrae alguna síntesis) y la maquinaria de las especulaciones cotidianas puesta en marcha por algunos príncipes del PP (las especulaciones, en la geografía del politiqueo, no son sino un runrún indiciario con escaso peso real). Hubo, sí, una conjetura, que algunos llamaron «operación» (todo es filología) a fin de dotar la nada de credibilidad. Según ésta, Fabra se habría volatilizado del Palau en enero. En ese reino de la fantasía, se le atribuía la promoción de la idea al ministro de Exteriores, García-Margallo, el cual habría buscado alianzas con Rus y Barberá para operar una transición presidencial digna y lustrosa. Ya digo: había hasta fecha. En el sueño se fomentaban unos argumentos tan vanos como fútiles. Uno sostenía que las encuestas resultaban muy desastrosas para el PP, como si toda la responsabilidad de la coyuntura económica y social, en unos plazos temporales tan reducidos, fuera del piloto de la nave. Otro incidía en el encogimiento del líder y en su exigua voluntad para excitar a las masas o al partido. El último observaba que ejercía su cargo como un mero administrador, un delegado del Gobierno, sin activar políticas propias. La quimera vestida de maniobra nació como murió: en un bla-bla-bla sostenido y frágil. No sé si dormirá el sueño de los justos o de los injustos, pero apenas era un penacho decorativo y cacareante.

En la jornada que reunió al Partido Popular ayer, Fabra dió cuenta además de su fijación, que habría de ser colectiva: la exigencia de la financiación justa. Dado que el presidente no es partidario del grito (como sus antecesores) y sostiene que con el diálogo se viene a conseguir lo mismo, se desconoce si su reclamación es política o técnica, es decir, obligada: si no nos envían más dinero, hay que cerrar el chiringuito. Uno diría que, en esto de la política, Fabra ha leído a Saint Simón: en la utopía del francés, el gobierno de los hombres debía ser sustituido por la administración de las cosas. Vamos camino de seguirle doscientos años después.