Ha venido unos días Anne-Dauphine Julliand, periodista parisina que tocó la fibra con su libro Llenaré tus días de vida. Los días que llenó fueron los dos años escasos que resistió su hija Thaïs tras diagnosticársele leucodistrofia metacromática, enfermedad neurodegenerativa cuya aparición pilló a la madre con un nuevo feto en las entrañas. Thaïs se fue sin cumplir los cuatro y, aunque a su hermana a la que le trasplantaron la médula ha alcanzado los siete, Azylis no puede ya andar ni hablar ni comer sola. «Pese a todo „afirma esta mujer„ hay que seguir viviendo; y si la vida no te sonríe, sonríele tú a ella». Gestas siempre han existido, pero encarar dramas íntimos de esta proporción con semejante espíritu, deja turulato. Y más ahora que asistimos al espectáculo de ver cómo instituciones que nos representan reducen al mínimo „si es que la mantienen„ la ayuda que venía prestándose a la investigación de enfermedades como la ELA poniendo de esa forma en peligro la continuidad del trabajo emprendido. Algún ayuntamiento que lo ha hecho aduce „ahora que quiere cargarse la aportación„ que es que no es de su competencia subvencionar a la ciencia. Dejan de apoyar la ciencia; están descuajeringándose las vías culturales; del cine ni hablamos; de las becas, ya sean de comedor o de cualquier otro tipo de menú, qué vamos a contar; los préstamos no se encuentran al alcance de cualquiera; el empleo, menos; las coberturas universales andan en solfa; muchos de los derechos que tanto costaron conquistar, perdidos para los restos... y, entonces, ¿para qué necesitamos todo el tinglado que hay montado? ¿Cuál es el objetivo que se persigue desde el mismo? ¿Cómo se pretende arropar y catapultar a los que, a pesar de sus dramas, no vuelven la cara? Sí, hay que tener muchas agallas para sonreír ante todo esto. Imagínense el desconcierto. El de ellos al fin.