En el camino de la civilización, cada era alumbra sus nuevos principios, hijos de la reacción a nuevas realidades. En estos días, el principio que está exigiendo a gritos una movilización en su defensa es el de la privacidad. Tal vez haya llegado el momento de que sea añadido al Gran Lema, tras la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los poderosos se comportan como diablos cojuelos que levantan los tejados para violar nuestros más íntimos refugios. Lo hacen los gobiernos (los propios y los extranjeros), monitorizando mediante grandes ordenadores nuestras llamadas telefónicas y connexiones a internet. Lo hacen las multinacionales de las tecnologías de la información, tanto las operadoras como los proveedores de servicios y contenidos. Y lo hacen sin permiso gentes como el grupo de Murdoch, cuyos excesos han provocado un terremoto en Gran Bretaña. Todos ellos están violando algo ya establecido en el núcleo duro del imperio de la ley.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma en su artículo 12: «Nadie será objeto de intromisiones arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia [...]. Todo el mundo tiene derecho a la protección de la ley contra tales intromisiones o ataques». La Convención Europea de los Derechos Humanos, a la que se someten la mayoría de estados europeos, afirma en su artículo 8: «Todo el mundo tiene derecho que le sean respetados su vida privada y familiar, su domicilio y su correspondencia». Finalmente, la Constitución Española establece en su artículo 18: «Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, especialmente, de las postales, telegráficas y telefónicas».

He aquí tres documentos fundamentales que constituyen el mandato para nuestros poderes públicos. Y he aquí unos derechos que, por las informaciones que no dejan de aparecer, están siendo masiva y sistemáticamente violados por agentes públicos y privados, foráneos y locales, por motivos económicos, por supuestas razones de seguridad no explicadas, o por simple afán de acumular poder. Si un ataque semejante al que amenaza la privacidad amenazara la libertad y la seguridad clásicas, ¿cómo reaccionaríamos? La conciencia del atentado emerge a medida que se suman revelaciones, pero la reacción de la política es por ahora decepcionante, y más bien hace pensar en un acuerdo de encubrimiento entre los que han gobernado, los que gobiernan y los que esperan gobernar.

Espionaje colonizado. No sé de qué nos sorprendemos. Lo que ocurre con nuestras conversaciones telefónicas lo vemos cada día en la teleseries policiales norteamericanas. «Usted llamó a Doris a las 13:43 y Doris cayó de la ventana a la calle a las 13:45, más vale que nos diga de qué hablaron», le espeta el detective al testigo poco colaborador. «El GPS de su móvil le sitúa en la 42 con Broadway», acorrala el investigador al sospechoso. A veces el guionista coloca un preventivo «pide una orden judicial». A veces, ni esto: solo «consigue el registro de llamadas». Nos parece bien, porque sirve para detener a los malos. La ficción televisiva es el gran transmisor de valores políticos de nuestro tiempo. La opinión política se masajea a golpe de serie.

«Consigue el registro de llamadas». Hoy es fácil. Todas las comunicaciones son digitales, y lo digital deja rastro por definición. Se acumula en los log de los servidores de las compañías. Para evitarlo habría que dar órdenes específicas de borrado permanente a los ordenadores que manejan el sistema, lo que podría crear problemas de facturación e incluso de gestión de los flujos. Nuestra defensa era que tanto dato parecía inmanejable. Millones de conversaciones diarias. ¿Quién podría analizar todo el paquete? Pues los servicios americanos, claro, que tienen las herramientas necesarias, porque desde hace años rastrean todas las comunicaciones que pueden con programas informáticos que disparan alertas ante ciertas palabras clave. E incluso así, tras lo de Boston se les acusó de quedarse cortos.

Los servicios españoles recaban los listados de llamadas y los pasan a los amigos de ultramar para que los elaboren. Una clara división del trabajo, propia de la era colonial de la que no parece que hayamos salido: en las colonias se realiza la tarea extractiva bruta, la que no requiere cualificación, y en la metrópoli la parte de más valor añadido, la transformación y comercialización, la que aporta más riqueza y concede el control de todo el proceso. No ocurre solo con España, sino con casi toda Europa occidental, incluidas la Francia de la grandeur y la Alemania dominatrix. El Reino Unido come aparte: es pariente preferente del amigo americano. «Los primos», según las novelas de Le Carré. Ellos son primos y nosotros lo hacemos, como buenos vigías de Occidente.