El embajador de Holanda inauguró el otro día los nuevos retretes de pago de la estación de tren de Atocha, en Madrid. Uno nunca había visto inaugurar un retrete, ni siquiera había imaginado que existía tal costumbre. Pero lo cierto es que no faltó de nada: ni la gente trajeada, ni las tijeras de cortar la cinta, ni la cinta.

„ Queda inaugurado este váter.

Nos estamos volviendo tan pobres, tan pobres, que acabaremos inaugurando una caca.

„ Queda inaugurada esta caca.

No las cacas de usted, o las mías, que no valen nada, pero a lo mejor sí la caca de un alcalde, de un subsecretario, no sé, de un director general. Lo siento, pero no se me va de la cabeza la imagen del señor embajador cortando la cinta. Uno es un admirador de Holanda, de toda Holanda, incluidos sus albañales. Pero no los visitaría con el mismo espíritu con el que visita sus museos o con el que acude a sus restaurantes. Uno no se extasía ante una letrina, excepto si se trata de la de Duchamp, y más por ser de Duchamp que por ser letrina. Pero quizá uno viva equivocado. Imaginamos la conversación entre el embajador y su señora durante el desayuno:

„ ¿Cómo tienes hoy la agenda?

„Bueno, cargada, inauguro unos retretes en Atocha.

Haz una carrera, estudia siete idiomas, ingresa en el cuerpo diplomático (donde hay patadas por entrar), tírate diez o quince años de cónsul, para hacer méritos, en un país donde coges fijo la malaria, y, cuando por fin logras un destino europeo, te ponen a inaugurar servicios públicos. Esto no es.

O sí. Lo mismo estaba inaugurando el hombre el negocio del siglo. Quizá estaba apoyando políticamente a la empresa (holandesa, suponemos) que se va a forrar con esas instalaciones. Vamos, que igual estaba haciendo patria. Ya que los españoles desprecian los sesenta céntimos de cada usuario, que se cuentan por millones al año, démosle a la ocasión la pompa que se merece.

„Queda inaugurada esta letrina.

Ni los surrealistas.