El corporativismo estamental, en su forma más odiosa, se da estos días cita en las Corts. No importa que sea la clase política (en este caso el PP), la que lo ejercite: el colectivo periodístico, el sindical, el empresarial, el artístico o el festivo lo practica con veneración. No hay que engañarse: el tejido asociativo de la tan consagrada sociedad civil, no es, en general, sino una congregación de intereses. Cada uno, a lo suyo. Y lo suyo, ay!, lo inigualable.

El caso es que la práctica totalidad del grupo parlamentario popular ha decidido suscribir la petición de un indulto para el exdiputado Hernández Mateo, apoyado ya en el quicio de la prisión. El incidente, que lo es, entierra una gran porción del mapa ético, vulnera el principio de la igualdad de oportunidades y sacude por enésima vez -el seísmo de mayor envergadura- el paisaje político del PP. La cuestión de la igualdad y de la ética se cae por su propio pie. ¿Es que los diputados del PP defienden a los choricillos encarcelados por robar carteras, aunque algunos merezcan toneladas de clemencia? Ni siquiera por motivos humanitarios, o compasivos, levantan la voz. Son los que ahora aducen los promotores de la indulgencia de su exseñoría.

La segunda es un desafío total al presidente del Consell. No se pude argüir que las firmas bajo el documento en el que se reclama el indulto de Hernández Mateo lo sean a título individual. El carácter político de los diputados es evidente, y su representatividad les acompaña, para bien y para mal, en su tránsito por la esfera pública. Uno no sólo es diputado cuando se sienta en el escaño. Y las rubricas del refrendo se cosecharon, además, en el hemiciclo, o por los pasillos del templo soberano. Si los diputados firmantes -más de cuarenta- han pensado que el acto es íntimo, su desorientación es preocupante. ¿Acaso no se está beneficiando a un antiguo compañero de filas, por mucho que hayan echado del PP? Si la voluntad de las decenas de diputados ha sido conferir a su firma una intención personal, es un asunto que habrá que dilucidar Dios o un psicólogo, pero la realidad es insensible: el respaldo a Hernández Mateo es una moción de censura. Lo es porque el grupo parlamentario sabe lo que piensa, sobre estos episodios, el presidente de la Generalitat. Y lo es porque, tras la desautorización del lunes de Fabra, nadie se echó ayer atrás, ni intentó contemporizar, ni emitió un hálito de contrariedad. Al contrario: fluyó la sangre más todavía. El diputado Ballester retó la autoridad de Fabra, y el líder provincial del PP de Valencia, Alfonso Rus, recomendó el indulto. ¿Es que el lunes habló algún simpatizante del PP en lugar del presidente de ese partido y de la Generalitat?

Si el presidente fija posición y no se está de acuerdo, lo normal es callarse. Lo que ocurre en el PP valenciano es inaudito: un partido jerarquizado que rompe cada dos por tres la jerarquía y unos diputados que en lugar de enmudecer un instante, reconvienen a su líder en público, desacreditándole. La quiebra es total. Es como si estuvieran esperando las palabras de Fabra para burlarse de ellas.

No es fácil dominar a un grupo parlamentario heredado. Jorge Bellver, cuya tarea es ciclópea, ha de anticiparse a estas crisis, coserlas antes de que estallen. No sé si dispone de las suficientes complicidades por lo que se observa. En todo caso, la nueva estampida provocada a cuenta del indulto del exdiputado Hernández Mateo no es una escena más de esta larga sesión continua que dura ya dos años. Es un desafío en toda regla al poder fabrista. Algo así como aquel célebre boicot a Camps.