Tenemos otra sensación que la de caminar hacia el final de la Constitución de 1978? Desgraciadamente, no. Esa es la sensación dominante. Y lo es porque ninguna de las dos partes que se enfrentan en el conflicto catalán ya la respetan. En realidad, dejaron de hacerlo hace mucho tiempo. Todo comenzó cuando los hombres de Faes definieron la tesis de que Cataluña era una región española como todas las demás. Esta fue su posición hacia el año 2002, la que desde entonces se propala en las voces de los periodistas amigos. El deseo originario era otra cosa: que el Estado de las Autonomías fuera reversible. Yo mismo lo escuché a Baudilio Tomé, un asesor del segundo gobierno Aznar. Esta posición extrema no sólo era inverosímil por entonces, sino torpe para al verdadero objetivo. Era más solvente la estrategia actual: la legalidad debe quedar siempre de parte del Estado. Llegar a la reversibilidad por la legalidad: eso parece esconderse detrás de las recientes palabras del portavoz Alonso. No se alterará el estatuto legal. Pero no se irá un paso más allá del mismo. Lo importante es el resultado, que dice siempre lo mismo, a saber, que Cataluña es, a todos los efectos, una región española más.

Como es natural, esta interpretación no es constitucional. Cataluña no es una región española más. Es una entidad política existencial anterior a la Constitución de 1978, como recordará cualquiera que tenga edad suficiente para ver a Tarradellas regresar del exilio. El texto constitucional lo reconocía al hablar de «nacionalidades» y al referirse a los pueblos que se habían dotado de estatutos históricos anteriores a la misma Constitución. Desde luego, aquellos estatutos históricos se basaban ya en el reconocimiento existencial de esas colectividades y sus instituciones representativas, diferentes de todas las demás tierras hispanas. Así que el intento de hacer de la Constitución de 1978 un absoluto histórico es torpe, errado y cínico. Ante esta interpretación de las cosas, propiciada por las elites políticas centrales, es lógico que Cataluña hable de un intento de acabar con su realidad histórica. Reducirla a una región española más es destruir su condición existencial, que le permitió vivir como entidad política autocéfala respecto de otras realidades hispanas desde el siglo X hasta el XVIII, y que determinó la vida de estos tres siglos últimos entregados a una búsqueda continua de posibilidades de acomodación y de pacto con el soberano español, plagados de encuentros, desencuentros y provisionalidades.

Esa era la angustia básica que Cataluña quiso disolver con la reforma de su Estatuto de Autonomía de 2006, que finalmente reconocía su realidad nacional. Pero para lograrlo cometió un error fatal, cuya repercusión ahora vemos clara. Este error consistió en configurar el Pacto del Tinell, por el que se excluyó al PP catalán de la reforma del Estatut. Al vincularse el PSC a este pacto y al ser bendecido por el PSOE de Zapatero, se rompió el consenso básico de las fuerzas constituyentes españolas. Esta vez la responsabilidad fue de Zapatero, desde luego, pero eso no es lo importante. Lo decisivo es que, sin consenso en asunto tan central como Cataluña, que siempre afecta de forma radical a la forma del Estado español, se rompió toda posibilidad de que el Tribunal Constitucional fuera reflejo de posiciones consensuadas. Al expresar una posición partidista, el TC ha quedado desprestigiado como instancia de interpretación constitucional. Con ello, como se ha visto en todas las demás diferencias menos relevantes, ha pasado a ser reflejo de la posición de poder de las mayorías, que de esta forma se elevan a poder constituyente ordinario. El PP, excluido de las negociaciones estatutarias, pero con más capacidad de control del alto tribunal, ha podido a la postre imponer una legalidad mecánica, ya sin vida real.

La misma clase política que, empeñada en confundir sus propias figuraciones con la realidad, nos llevó a la más grave crisis económica de nuestra historia democrática, esa misma, en la cima de su desprestigio, nos ha llevado a la más grave crisis política del último medio siglo. La específica gravedad de la situación es que hoy una de esas figuraciones es la propia Constitución, invocada como mera legalidad ya desprendida de su núcleo místico. Es lógico que la ciudadanía, que desconfía de esta clase política, se niegue a reconocer que los datos del problema catalán estén bien planteados. En realidad, todo se ha dispuesto para la frustración, y Cataluña se entrega a ella con cierto fatalismo porque para ella es preferible mantener un sentimiento nítido de pueblo amordazado, que la claudicación de verse reducida a una región española más. Pero todos sabemos que las cosas han llegado hasta aquí por el dudoso espíritu constitucional de unos, la pasividad y la incapacidad de otros, la ligereza irresponsable de unos terceros, el sectarismo excluyente de unos cuartos y la ignorancia y el cinismo de sectores dirigentes de la opinión pública. Virtud, lo que se dice virtud política, no ha existido. Esta situación no ha sido buscada. Es sobrevenida, y en el fondo no es querida por nadie. Sólo se mantiene por la inflexibilidad de un estilo psíquico que se niega por principio a reconocer el error.

Es muy importante insistir: debemos decir no a la totalidad de este proceso. Está diseñado a la altura de elites políticas mediocres y feroces, carentes de civismo e incapaces de darse cuenta de que los tiempos, en la historia, son lo único importante. En el presente, la elite dirigente de España no puede acelerar su sueño de plena homogeneidad integrada de Cataluña, pero Cataluña no puede seguir anclada en su sueño de nación autorreferencial tal como se dio en 1714. En términos actuales, Cataluña son dos naciones políticas. Hasta ahora parecía una, pero sólo porque el PP quedó excluido y porque el PSC se quedó sólo de un lado. Ha bastado que las cosas se pongan serias para darnos cuenta de que hay una derecha, un centro y una izquierda catalano-española y una derecha, un centro y una izquierda catalano-catalana, con su izquierda radical. Y ni siquiera es claro, si descendemos un poco, que esa nación catalano-catalana piense de la misma manera. Como sucedió en 1714, y ya antes en 1640, e incluso antes en 1414, una parte de esa nación se ha reservado el estatuto tradicional de Estado, que es lo que era Cataluña hasta la Nueva Planta, como una base de negociación con el soberano español, frente a los patriotas puros que desean una independencia incondicional, con el desprecio radical, hoy como tiempo atrás suicida, de las realidades de la política internacional, el verdadero poder constituyente, como sabía Kelsen y debían saber todos en Cataluña, si estudiaran lo que sucedió en Utrecht.

Que los mismos que cuestionan a Europa por la sentencia contra la doctrina Parot no se cansen de invocar la sensatez europea de impedir secesiones en su seno, es una demostración palpable del caos oportunista en que anda envuelta la conciencia política de la derecha española. Pero esto es lo de menos en esta historia. Más importante es que Cataluña tiene razón para la angustia. Profunda y grave, por cuanto alberga una dualidad en su seno que jamás antes tuvo. En sus momentos más terribles contemporáneos, Cataluña ha sufrido escisiones profundas y poderosas, que han llevado a dolorosas tragedias. Eso fue la dualidad entre nación burguesa y anarquismo, la dualidad entre comunismo disciplinado e izquierdismo radical, la dualidad entre la nación católica y la nación revolucionaria, que dejó paralizados a tantos catalanes entre 1936 y 1978. Pero solo hoy alberga una doble nación política en su seno. La angustia de la nación catalana reside en que el tiempo futuro juega contra ella. Hoy la nación política catalana es ligeramente mayoritaria, desde luego, pero sobre todo es intensa, casi desesperadamente militante. Por eso quiere asegurarse un estatuto que le permita sobrevivir como pueblo, fiel a lo que siempre pensó ser, con sus propias elites y sus propias maneras.

Pero nadie debería engañarse respecto de la reversibilidad de la intensidad de estas realidades y de esas militancias. Lo que hay en la base del conflicto actual es una realidad, que debe ser administrada con responsabilidad. El Estado español, si quiere proteger las minorías en su seno, debe conceder a Cataluña un estatuto nacional, pero la nación catalana debe ser consciente de que no se puede evitar la consecuencia histórica de pertenecer a un Estado durante siglos, con ganas o a desgana; a saber, que hay una minoría que se identifica con la nación del Estado. Para resolver estas situaciones se crean los Estatutos y las soluciones federales. Pero para ello se tendrían que recuperar los consensos básicos de 1978, marcados por las tragedias que los precedieron. Ahora se trata de saber si somos suficientemente sabios como para no tener que invocar la tragedia a posteriori y recuperar el espíritu constituyente en su condicionalidad histórica concreta. Sin él, la obra de 1978 es una cáscara vacía que el primer vendaval podría llevarse por delante.