Víctor tiene 24 años, vive con su familia en Gandia, pasa la mayor parte de su tiempo en un centro ocupacional, sale con sus amigos al cine, hace deporte, obras de teatro, discute con sus padres, tiene aficiones e incluso le interesa la política hasta el punto de que ha votado en varias elecciones municipales, autonómicas y nacionales. ¿Qué hay de excepcional en su historia para que merezca nuestra atención? En realidad, nada. Y, sin embargo, todo es excepcional en su vida debido a que padece una discapacidad intelectual y del desarrollo. Las consecuencias de la discapacidad de Víctor son el abandono escolar y el necesario apoyo que deberá obtener para el resto de su vida. Los padres, hace un par de años, convencidos de esa necesidad de protección iniciaron un proceso de «modificación de capacidad» para que el Estado se hiciese cargo de su discapacidad y pudiera protegerlo.

Lo que no se imaginaban los padres era que el resultado de ese proceso iba a ser la «incapacitación total» de su hijo, eliminando cualquier forma de participación pública de Víctor. El Estado, vía médicos forenses y jueces, determinaba que ese joven alegre e integrado en la sociedad, aunque necesitado del apoyo de sus padres y de sus educadores, a partir de ahora sería un muerto civil. La «inteligencia-límite» de Víctor por lo visto era insuficiente para poder ejercer algunos derechos fundamentales como el derecho a sufragio. La argumentación de los jueces es, para algunos, de lo más sensato: si una persona no puede autogobernarse (sus bienes y su persona) no puede ejercer su derecho a voto. Si alguien no sabe, no tiene conocimientos académicos, es lento en su razonamiento, carece de buena memoria e incluso tiene poca capacidad de abstracción no merece ser un ciudadano de primera.

No es un mera cuestión de votar o no votar. Hablamos de algo mucho más importante: de ser o no ser ciudadano a pesar de las limitaciones de las personas; de relacionar la inteligencia con los derechos humanos de una persona. Hablamos, en definitiva, del tipo de sociedad que queremos y del tipo de democracia que deseamos: una democracia participativa donde la fragilidad humana tenga cabida, o una democracia donde las leyes sólo puedan reconocer a las personas dotadas de autonomía e independencia.

Es la hora de la acción y de la reflexión: existen muchas personas que, a pesar de sus fragilidades, desean la igualdad de hecho y de derecho. Esas personas algún día lucharán por sus derechos como antes que ellos lo hicieron las mujeres, los homosexuales, los indígenas o los negros. Ellos, algún día, querrán encabezar un movimiento de emancipación intelectual, un nuevo movimiento ciudadano que reivindicará derechos civiles y políticos. La democracia, si quiere sobrevir como sistema de convivencia, será inclusiva o no será.