Ridicule, el laureado filme de Patrice Leconte ambientado en la Francia prerrevolucionaria. Una reunión de cortesanos presidida por Luis XVI. El abad de Vilecourt enebra un discurso para demostrar la existencia de Dios. Excitado por los aplausos, el abad afirma que, si su majestad lo desea, también puede demostrar lo contrario. El comentario supondrá su caída en desgracia, aunque se defienda insistiendo en que solamente se trata de un ejercicio de retórica.

La oratoria, y su asistente „la retórica„ nacen de la necesidad del ciudadano de la Grecia clásica de desenvolverse en la vida pública propia de la democracia, y se desarrollan en el ámbito legal y político, donde la capacidad de persuadir mediante el discurso adquiere una importancia decisiva. El objetivo del orador es convencer a la audiencia y, en política, sus armas deberían ser los argumentos correctos y los contenidos bien fundamentados, sin renunciar a colorear el discurso con ornamentos retóricos. La trampa aparece cuando la elocuencia, las técnicas de persuasión y maquillaje, o la apelación a lo emotivo, suplen la falta de argumentos: oratoria vacía. El fraude se acentúa cuando en el discurso se introducen, a sabiendas, falsedades y argumentaciones erróneas, y cuando se recurre a desautorizaciones personales para discutir un razonamiento. Como demostración de ingenio, la oratoria de exhibición es inocua, y puede ser deliciosa: un divertimento. En el extremo opuesto la oratoria militar, nociva y lúgubre.

¿No agradecería usted que nuestros representantes públicos manejaran razonamientos rigurosos, explicaciones fundadas, datos precisos, y fueran coherentes cuando comentan hechos similares, tanto si involucran al propio partido como al partido opositor? Sin embargo, el ejercicio del poder y la posibilidad de tenerlo o perderlo hace brotar otras prioridades. Y, aunque el virus no afecta a todas las familias por igual, ningún partido está libre de haber echado mano de la retórica para justificar decisiones, maquillar datos o edulcorar la realidad: cercanas quedan las declaraciones de ciertos gobernantes socialistas cuando sobrevino la crisis. En nuestros días, descarados son los eufemismos de Montoro y

De Guindos, toscas y torpes las peroratas de Floriano, memorables los trabalenguas de Cospedal... Somos víctimas de su oratoria, pues tratan de esculpir la realidad en lugar de describirla.

Y Rajoy, cual moderno abad de Vilecourt, bien podría haber presumido de elocuencia, asegurando, tras reverencia dieciochesca, al acabar cualquiera de sus discursos en materia económica como presidente de gobierno: «Y puedo defender lo contrario si las circunstancias lo demandan. Recuerden ustedes mis discursos y debates de la última campaña electoral».