lamo así a alguien a quien encuentro alguna vez por la calle, que hace vida rumiando los grandes problemas de la existencia, como si se tuviera prohibida la menor banalidad. Va fumando, como en él es habitual, caminamos en la misma dirección y nos detiene un semáforo, lo que aprovecho para sacar un cigarrillo, en solidaridad. Exhala una bocanada tan larga que al final casi se ha abierto ya el semáforo y me dice: «Fumar mata, desde luego, pero por eso nos gusta». Como me quedo con el cigarrillo sin prender en la boca y miro fijamente a sus ojos, se siente obligado a una explicación: «Un lento suicidio a muy cómodos plazos, una rebeldía de andar por casa frente a la muerte impuesta». El semáforo se ha abierto, devuelvo el cigarrillo a su caja, acelero el paso, me despido y al poco de separarme oigo esto a mis espaldas: «La prisa mata también, es más adictiva y con ella nunca harás amigos».