Las fallas acontecen una vez al año, y sitian la ciudad „desde dentro„ unos veinte días; si se prolongaran, más de la mitad de los habitantes de Valencia emigraría a Toledo, como yo. Es el Año del Greco y entre el arte del Greco y los ninots, la diferencia es sustancial. Sin ánimo de generalizar, la gente que se aburre durante 345 días al año (no del todo, gracias a la televisión y el fútbol) es feliz en las fallas; y la otra, que tampoco es mucho más feliz, huye de la ciudad, y entonces encuentra la felicidad del silencio, el reposo y la lectura inclusive.

El totalitarismo fallero es un asunto digno del diván de Freud. El diván existió „pero no era de Ikea„ porque lo vio Billy Wilder cuando era periodista en la Viena del 1925. Fue a entrevistar al inventor del psicoanálisis y éste lo echó de su consultorio-diván. Sin duda, se percató de la mirada burlona de Wilder. En cuanto al diván pre fallero era, según el director de El apartamento o Primera plana «muy pequeño y rodeado de alfombras turcas».

A medida que los falleros han transformado Valencia en un desorden apoteósico, apropiándose de las calles, las noches, el derecho al sueño, al descanso, no respetando ni tan siquiera a los pacientes hospitalizados (alterados por sus petardos, algarabía y mascletaes de barrio), los execrables valencianos que pueden disfrutan de unos maravillosos días de calma, fugitivos, sin delitos, de las carpas, el estruendo y la patética jactancia incivil de individuos frustrados durante 345 días cada año, se escapan.

Como es de dominio público, sin el entusiástico respaldo de las instituciones, la cobertura de los medios de comunicación (progres o no), el soporte de la izquierda (antaño „años 70„ furibunda antifallera y hoy falsamente arrepentida y oportunista para obtener algún beneficio), el desmadre presente no hubiera necesitado tumbarse en el diván de herr Freud.

Muchos de los valencianos desterrados por culpa de las fallas y los falleros confiesan que el día más feliz de su vida es, anualmente, el 20 de marzo. Regresan a Valencia a las 6 de la madrugada o por la tarde, cuando ya no quedan ni las cenizas de veinte días de despropósitos, gracias al benemérito cuerpo de bomberos. Y, por fin, pueden dormir como bebés civilizados.

¡Y la satisfacción que les conmueve cuando observan que los gallitos falleros presentan el síndrome que Freud estudió en su libro Psicología de las masas y análisis del yo (1921)! Todos quienes huyen de la fallas son el yo que estudió Freud, personas sensibles y civilizadas. Ciudadanos atenienses. A esa alegría contribuye el semblante depresivo y huérfano de los falleros, mariscales de barriada atiborrados de medallas, chapas y condecoraciones de latón durante tres semanas y vacíos de contenidos a partir de la crema.

En cuanto al papel crítico de las fallas, mejor lo dejamos para el año próximo. Un montón de chistes malos y tópicos sobre la actualidad, extractados de los bares, la televisión y la incultura populachera. Peor es cuando algunos se travisten de artistas falleros de izquierdas o de la llamada primavera valenciana (de risa), cobrando, desde luego.

La esencia fallera, en continua progresión hacia la elefantiasis, no ha tocado techo. Hasta el día, Dios no lo quiera, que haya una catástrofe, pirotécnica o de otro orden (calles cortadas) que impidan a las ambulancias o a los bomberos llegar a tiempo para salvar algunas o una vida humana. En 2005, recordemos, hubo un intento de explotar una carcasa cargada con 92 kilos de pólvora. Pero merced a la Comisión Interministerial de Armas y Explosivos del Gobierno y a los técnicos en la desactivación de los artefactos en atentados terroristas (Tedax), la artística ocurrencia fue desechada.

Que ustedes disfruten de las fallas. Yo pongo pies en polvorosa. Perdón.