Contamos en la Comunitat con un instituto de primera línea internacional como es el de Neurociencias. Aunque es posible que se sepa, conviene recordarlo no vaya a ser que, escudándose en lo que en este tiempo sirve para un roto y para un descosido, permitamos que el invento pueda desmoronarse poco a poco por falta de atención. No parece que vayan por ahí los tiros, pero somos capaces. Así que mejor dejarlo caer por si acaso.

Al frente del mismo está Juan Lerma. Eso sí, no confundir. El expresidente de la Generalitat, senador vitalicio, despreció al contrincante que le salió al paso veinte años atrás, entregó la cuchara y, desde entonces, su partido no se ha repuesto, por lo que lo suyo, muy científico, no parece. El promotor de este laboratorio del alto standing académico en el que se estudia el coco en todas las posturas fue Carlos Belmonte, una eminencia gris que aún podemos permitirnos y, a cuyo lado, el ejército ese de animalitos que disecciona el grupo de investigadores no tiene nada que hacer porque el ilustre profesor, además de su contrastado conocimiento, es más bicho que todos aquellos pobres juntos. Hace mucho tiempo ya que Belmonte me hizo ver la tontería que representa señalarse el corazón cuando padeces mal de amores porque, también en ese terreno, el juguetón es el cerebro. Y según ha apuntado Lerma recientemente, a través de él se sabrá desde cómo se puede ser feliz hasta por qué alguien es tan canalla como para querer acabar con un semejante. Es tanto lo que se ha avanzado que uno de los grandes debates es si deben ponerse límites éticos a la investigación neurocientífica. Belmonte cree que son cuestiones distintas. Desde luego, viendo de la manera en que se comporta el puñado de barandas que tenemos encima, lo poco ético es dejarlos como están.