Al escuchar que a Raimon le daban anoche la medalla de Bellas Artes, pensé: pues sí que se tiene que hacer perdonar Wert. Pero qué se va a hacer perdonar este toro enamorado de la Luna. Quien le dio el reconocimiento al cantante fue el madrileño Círculo de Bellas Artes, que tampoco es manco. Todo lo que le reconozcan a este tipo honesto, que lleva dibujada la bondad en la cara tal como él definió la de López Raimundo en clandestinidad, será poco tras más de cincuenta años batiéndose el cobre en las procelosas aguas de la creación. Fue en Fallas del 75 cuando mi amiga castellonense Isabel Alba me acercó los aires de la Nova cancò a través de Campus de Bellaterra del cantante de Xàtiva, de Viaje a Ítaca de Llach y de otro de Quico Pi de la Serra. Ni que decir tiene que Isabel se licenció en filología catalana y yo me doctoré en el álbum al que acompañaba malamente en un perfecto catalán de Triana. Fue tanto lo que me metí en vena aquel 18 de maig a la Villa que no paré hasta conseguir situarme en las primeras filas del Pabellón de Deportes del Real Madrid en su regreso ocho años después. Desde entonces he asistido a grandes conciertos de los Rolling, del Boss, Serrat, Sabina, Miguel Ríos, Carlos Cano, Paco de Lucía, Camarón, Morente padre e hija... pero aquel de febrero del 76 fue memorable. No solo por lo que representó, por los cauces que abrió, sino por descubrir sobre el escenario a un pedazo de artista en el que demostró saber estar como los grandes: guardando la debida distancia, pero tocando la fibra sin dejarse arrastrar. Con tal de evitar esto último, se echó a un lado para no ser absorbido por la corriente y se refugió en los poetas de su idioma indagando en la obra hasta los últimos suspiros. Y en ello sigue enganchado, dándole cuerda al reloj de emociones. Dios lo bendiga, porque Wert...