No se puede legalizar el canibalismo y luego esperar que no nos reclamen los hígados, por las buenas o por las malas. Como somos un puerto de mar, nos llegaba y nos llega, antes que a nadie, el soneto y la peste, la minifalda y el gótico, el perico y el neoliberal, los coches eléctricos y el tráfico de órganos. Por eso pillaron aquí al alcalde libanés que quería una pieza muy personal del patrimonio de una inmigrante argelina: el hígado, en concreto. Pagando, eh. Incluso salió un jefe de la policía a decir que no ha lugar a la hepatofagia ni al tráfico de seres humanos (completos o en fascículos), aunque en esta industria no están solos el hepatófilo y el camellero que guía a los ilegales o el barquero que al pasar el Estrecho, le dijo a la negra (preñada), las niñas bonitas sí pagan dinero.

También está el panadero que los tiene sin contrato y con las manos (negras) metidas en la amasadora. A veces la amasadora se queda con una mano y por el rastro de sangre se averigua que no hay papeles. Ya digo, nos recomiendan mayor austeridad salarial, pero de seguir con este ascetismo, ya no valdremos ni como proveedores de piezas de recambio: hígado viene de higo, es decir del pasto que se daba a las ocas para que lo criaran gordo, perfumado y sabroso. A ver si antes de que examinemos de españolidad a los inmigrantes y sepan quién es el pulpo Paul y como se llama la salsa de los calçots, les damos su ración de higos. En interés propio. Y luego ponerles a jurar bandera: «Prometo defender mi patria hasta el último de mis menudillos, si menester fuera».

El hecho de que en esta historia salga como protagonista un alcalde libanés es una bonita circunstancia. Aquí, el ayuntamiento, después de subirnos las tasas, los arbitrios, la zona azul, el agua, las basuras y la Tamer, las multas y la grúa, quizás acabe por pedirnos los mondongos envueltos en papel de estraza. Líbano es un mosaico de cantones vagamente reunidos por una red de corrupción y clientelismo, pero estas son cosas que también nos suenan mucho.