Miles de ciudadanos culminaron el 22 de marzo en el centro de Madrid, junto al Congreso de los Diputados, una marcha que se inició desde diferentes puntos de la geografía española. Otra conmoción se ha producido en torno a la desaparición definitiva del primer presidente del Gobierno de la transición, Adolfo Suárez. Por inevitable vecindad, el vendaval político se ha originado con las elecciones municipales francesas, donde François Hollande, presidente de la República, dice haber aprendido la lección y ha modificado su Gobierno, con un nuevo primer ministro nacido en Barcelona, Manuel Valls. Al acecho, Anne Hidalgo, socialista de origen gaditano, es la primera alcaldesa de París.

El debate tedioso sobre el clamor soberanista y la consulta que quieren hacer los catalanes ya nos tienen aburridos, conscientes de que, cuando la ruptura se nos caiga encima, surgirá la opción que nadie es capaz de formular. Si la política es el arte de lo posible, tendrán que aguzar el ingenio para aliviarnos de la duda que nos asalta sobre la calidad y la eficiencia de unos representantes de la voluntad popular que son incapaces de interpretarla y solucionar el entuerto.

La centrifugación de añoranzas y vivencias a que se han visto sometidos los españoles en torno a la figura del extinto Adolfo Suárez hasta la apoteosis protagonizada por el cardenal Rouco Varela en sus exequias, requiere enmienda y reparación. No hay por qué vapulear el maltrecho ánimo de los ciudadanos con tribulaciones en torno a una figura que llevaba más de once años enajenada. Los españoles ya tienen bastante con la actualidad de cada día, entre descalificaciones a Cáritas Española, tarifazos eléctricos, fantasmadas judiciales, EREs malditos, empresarios condenados por explotación laboral y otros electos en apología de la indignidad, en el entorno de la sinrazón y el ejercicio de todas las prácticas corruptas imaginables.

Parecen ignorar que sufrimos una tasa de desempleo que supera el 25 %. Entre los jóvenes sobrepasa el 50 %. Masa laboral en situación desubicada, cuyas reacciones son tan comprensibles como imprevisibles en sus consecuencias. Los gobernantes en España y en la Comunitat Valenciana, aunque se dedican a tapar agujeros y salvar la cara como pueden, han de remediar los devastadores efectos de su ineficiencia. El problema de fondo ya no es lo que ocurre, que es grave, sino cuáles van a ser las secuelas que van a quedar en la sociedad si algún día se consigue remontar el vuelo. Es imprudente alimentar el clima de frustración que prosigue a toda sacudida social y mucho peor tratar de combatir la gravísima descomposición de la realidad y de las perspectivas de los ciudadanos que, mayoritariamente, se han comportado con resignación y han tratado de superar el trauma de varias generaciones con gallardía y sosiego.

Sería deseable que los políticos sitúen su comportamiento en el terreno de la imaginación y de las grandes ideas. ¿Para qué nos sirven Ceuta y Melilla? ¿No sería posible que Barcelona fuera también capital de España para repartir el poderío? Mi amigo Santiago Petschen, catedrático emérito de Sociología, sugirió recientemente la prueba de sustituir en el artículo 5 de la Constitución la palabra Madrid por Barcelona. ¿Por qué no son compatibles y complementarias? No sería el primer Estado con dos capitales. Una administrativa y otra económica, cultural, turística o agroalimentaria. aAsí solidariamente podríamos resolver dos o tres problemas.

Otro reto sería cerrar Radiotelevisión Española, porque pierde dinero. En 2013 tuvo 113 millones de euros de pérdidas y en 2012 llegó a los 112,5. Por mucho menos dinero se acabó con Radiotelevisión Valenciana, cuando lo mandó Cristóbal Montoro, cuyo Ministerio de Hacienda inyecta a RTVE directamente 292,7 millones, además de los 108 millones que recibe de las telecos, 59 millones de las televisiones privadas y 330 millones de las emisoras de radio y de las cadenas de televisión por tasas radioeléctricas impuestas. ¿Sin RTVE nos pasaría algo? Para hacer propaganda ideológica cabría optar entre Televisión Española y Telemadrid, que también es deficitaria.

Si estamos por la eficiencia, hagámoslo con todo y dejemos que la iniciativa privada, aplicando la ley del mercado, lo inunde todo pero sin corruptelas ni prácticas oligopolísticas. Ya tenemos a las grandes compañías constructoras que cuando tienen conflictos en Panamá utilizan al Ministerio de Fomento, a las entidades financieras que se sirven del dinero de los contribuyentes para salir del atolladero, a las eléctricas que no se sabe cuánto ni por qué cobran o a los magnates del combustible que burlan la competencia. Habrá que aclarar quiénes son de verdad los separatistas, los provocadores, los nacionalistas, los intolerantes, los corruptos y los incompetentes, para afrontar la sacudida social como se merecen.