n el debate sobre la delegación en la Generalitat de Cataluña de la competencia para autorizar, convocar y celebrar un referéndum sobre el futuro político de Cataluña, se hicieron varias afirmaciones graves. Una de ellas fue la del diputado autonómico catalán Jordi Turull, cuando afirmó que «el pueblo de Cataluña ha tomado un camino sin retorno».

Desde el punto de la legalidad, resulta sugerente el contenido de la proposición de ley, con apoyo en diferentes preceptos constitucionales que permiten tanto la presentación y tramitación de tal proposición ante las Cortes Generales (artículo 87.2 de la Constitución), como interpretaciones más o menos fundadas en una supuesta falta de concreción de los preceptos que regulan la posibilidad de delegación en las comunidades autónomas de competencias estatales (artículos 150-1-32 en relación con el artículo 92-1 de la Constitución, por ejemplo). Sin embargo, se trata de un intento de justificación legislativa imposible. El problema de fondo de que se trata, es decir, la independencia de una comunidad autónoma, a la que, desde luego, seguirían otras más, quebrando España; desde este aspecto legal, carece absolutamente de viabilidad a través de la Constitución española de 1978. ¿O es que nadie ha reparado en la existencia del artículo 2? Entiendo que no es posible tal omisión, sino que es claramente intencionada, pues su cita impide cualquier elucubración interpretativa del texto constitucional que no responda a «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Es más, no solo impide cualquier elucubración, sino cualquier otra interpretación que no sea la de negar dicha posibilidad de un referéndum que tiene como fin la creación de un estado independiente.

Por tanto, tanta bulla solo puede tener como objetivo demorar y quizás desgastar a los partidarios del independentismo, si bien no está claro que éste sea el mejor camino. En cualquier caso, es más que evidente que la cuestión no está en la interpretación del texto, que es meridianamente claro, sino en la actitud política a adoptar frente a este peligro real de desarticulación del país. Si se concede a una región o autonomía la posibilidad de decidir su destino, habrá que autorizarlo a las demás autonomías, principio democrático incuestionable. ¿Y cuál sería el resultado? Sin duda catastrófico. La quiebra de una nación con 500 años de existencia.

Así pues, la solución no es buscar interpretaciones más o menos retorcidas del texto constitucional, que, por cierto, fue apoyado sin ambages en Cataluña; sino en la expresión de la voluntad mayoritaria de la toda la ciudadanía española, incluida la catalana. Es la única salida razonable para intentar evitar situaciones numantinas o caminos sin retorno.