Algún jurista amigo me ha reconvenido amablemente por haber pronosticado, en estas mismas páginas, que la secesión de Cataluña produciría «una sociedad autosegregada en dos comunidades políticas distintas y enfrentadas»: la de los catalanes que seguirían conservando su nacionalidad española, y la de los puros, que habrían renunciado a esa nacionalidad y adoptado otra exclusivamente catalana.

«No existe señala mi amigo el problema que indicas: los ciudadanos que adquiriesen la nacionalidad catalana ejercerian sus derechos como nacionales catalanes en Cataluña (y no en España), en tanto que los ciudadanos que conservasen la nacionalidad española ejercerían sus derechos como nacionales españoles en España (y no en Cataluña)». Así de simple. Aunque la cosa admitiría otra formulación: los ciudadanos que adquiriesen la nacionalidad catalana perderían sus derechos como nacionales en España (y en Europa), y los ciudadanos que conservasen la nacionalidad española perderían sus derechos como nacionales en Cataluña. En los dos casos habría una pérdida clara y una ganancia dudosa.

Esta solución legal, propuesta por juristas como mi amigo, se diría nítida, limpia y nada conflictiva. Ciertamente, es una lástima que esos juristas, y sus impecables soluciones, no hayan estado disponibles a la hora de resolver, sobre el terreno, la presente crisis ucraniana. Porque Ucrania representa un modelo de lo que podría ocurrir tanto en Cataluña como en otros muchos lugares que el sectarismo identitario pretende desgarrar.

Cada oficio imprime en quienes lo practican su propia deformación profesional, que suele generar un punto ciego intelectual característico. El punto ciego típico de los profesionales del derecho consiste en contemplar el sistema jurídico en el que operan tan solo desde dentro, ignorando las condiciones del mundo exterior que dan vida a ese sistema. Esta incapacidad para salirse del sistema jurídico de referencia es, en principio, algo bueno y funcional. Pero en el fondo se trata de una perspectiva idealizada e irreal. Sobre todo cuando el referido sistema, en su conjunto, entra en crisis, cosa que suele ocurrir al impugnarse sus principios constitucionales. Ahora bien, el cambio del sujeto soberano supone el dislocamiento jurídico más radical que pueda imaginarse. Literamente, representa el colapso de todo el sistema del derecho y un retorno al selvático derecho del más fuerte, como ejemplifica el caso de Ucrania.

En realidad la solución jurídica que mi amigo propone, tan nítida y limpia en apariencia, solo puede resultar no conflictiva si es aceptada políticamente un pequeño detalle por los interesados. Es decir, si aquellos catalanes que llevan sintiéndose españoles por incontables generaciones y que continúan sintiéndose tales aceptan mansamente pasar a ser extranjeros en su propio país (extranjeros, o bien en Cataluña, o bien en España/Europa). El problema es que esta aceptación llena de mansedumbre evangélica resulta más que dudosa. Sobre todo teniendo en cuenta que entre los interesados se encuentran, no solo amplios colectivos de ciudadanos catalanes, sino también los estados español y francés... Seamos serios: ¿alguien desea para Cataluña un destino de desmembramiento a la ucraniana?