La playa-tostadero parece la mejor manera de calificar el espacio del turismo de masas que, desde los años sesenta, se volcó en nuestro litoral hasta convertirlo en la gallina de los huevos de oro de nuestra economía, pagando al mismo tiempo un alto precio en patrimonio natural. Ni las leyes del urbanismo desarrollista, incluyendo las de costas, ni las políticas públicas intentaron preservar mínimamente tan importante capital. Más bien al contrario, han convertido este territorio en el escenario de los peores desastres ambientales y paisajísticos.

Una magnífica serie documental promovida por la Administración para la televisión (Las riberas del mar océano, 2010) puso ante nuestros ojos, de la mano del profesor Miguel Ángel Losada, la gran variedad y riqueza de los espacios costeros, más allá de los codiciados arenales. Dichos espacios, ecosistemas vivos y muy frágiles, dispuestos para disfrute respetuoso de la ciudadanía, habrían exigido, en algunos casos, un control de limitación de acceso.

Las inversiones de la Administración en la costa no han pasado de intentar mantener las playas del consumo de masas con fuertes gastos, inútiles en muchos casos y contraproducentes en otros, a base de espigones y poco más para controlar la erosión, sin importar el daño a los fondos marinos y al paisaje. En cuanto a los vertidos, algunas técnicas empleadas distan mucho de resultar aceptables.

En ese contexto, las banderas azules forman parte del folclore turístico europeo, en palabras del profesor Losada. Año tras año, desde mediados de los ochenta, como intentando emular a las estrellas Michelin, una denominada Fundación Europea de Educación Ambiental, anuncia la lista de espacios agraciados, fundamentalmente playas y puertos deportivos.

Una asociación privada de la que la Comisión Europea se desligó hace años y cuyo proceso de selección no resiste un análisis crítico. De entrada, funciona en muchos casos con la información que facilitan, poco neutrales en el proceso, los propios ayuntamientos costeros. Variables como la calidad del agua, seguridad, salvamento y socorrismo, limpieza periódica, facilidad de acceso o acciones de formación ambiental e información a los usuarios „las consideraciones puramente ecológicas quedan fuera de la evaluación„ figuran entre los requisitos exigidos por dicha agencia para alcanzar la distinción

Grupos ecologistas gallegos han señalado recientemente algunas contradicciones flagrantes: por ejemplo, que en algunos casos sea la fragilidad de ciertos entornos naturales lo que aconseje precisamente no acceder al galardón, por el incremento de visitantes que ello pueda generar. Tampoco parece muy razonable que playas regeneradas, puertos deportivos e incluso playas absolutamente artificiales tengan su bandera. En cuanto a la calidad de las aguas, un asunto central para la salud pública, conviene advertir que unas aguas contaminadas pueden superar la calificación de aptas para baño y conseguir por tanto una bandera azul.

En nuestras playas del área de Valencia aparecen este año premiadas, entre otras, las situadas al sur del puerto, a pesar de los graves accidentes registrados por derrames de crudo o de la siempre inquietante presencia de buques fondeados frente al parque natural Devesa-Albufera, de cuyas operaciones de limpieza no se dispone de información. Por cierto, realizadas en zonas de fondeo recientemente modificadas (¿ampliadas?) unilateralmente por el propio puerto.

Existe por tanto un riesgo real de que al asociar en la opinión ciudadana banderas azules con calidad ambiental, se relaje la percepción social sobre los valores ecológicos de nuestras costas. Las instancias administrativas, especialmente los ayuntamientos, deberían ser los más comprometidos con la salvaguarda de dichos valores, en lugar de tratar por todos los medios de obtener tan dudosos premios.

Por todo ello, resulta inexcusable disponer de organismos independientes, al margen de las banderas, que faciliten información fiable y permanente sobre el estado de salud de nuestros ecosistemas costeros.