El desencanto amenaza con arrastrarlo todo ante la ceguera de quienes nos gobiernan. Emily Dikinson escribió que «ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos de pie».

Ha tenido que ser un director de orquesta indio de origen judío, Zubin Mehta, quien clarifique lo que pasa. Su tremendo «Madrid odia Valencia», acompañado de un ingenuo «tal vez Valencia debería hacer un movimiento independista», han puesto las cosas en su sitio después de una prolongada pitada a la consellera de Cultura, María José Catalá. Esta vez han sido los suyos, lejos de los antisistema, quienes se han plantado cuando ven que el proyecto de cartón piedra de la Ciutat de les Arts se viene literalmente abajo. Veremos en qué queda el ambicioso proyecto de un teatro de la ópera para Valencia, al que el Ministerio de Cultura de J. Ignacio Wert le concede 400.000 euros frente a los 8,7 millones que inyecta al Teatro Real.

Mientras esto ocurría, vino el secretario de Estado de Hacienda, Antonio Beteta, a presentar a su colega de la Generalitat, Juan Carlos Moragues, en el Fórum Europa. En vez de cumplir su cometido le birló veinte minutos de conferencia y aprovechó para reñirle al tiempo que amedrentaba a los valencianos. Si alguien quiere saber lo que es el fuego amigo, que se lo pregunte a Beteta o a Cristóbal Montoro. Con la labor de sus correligionarios, al PP valenciano le sobran los enemigos para proseguir su calvario electoral. Un estratega del Partido Popular afirmaba que se contentarían con que las huestes del PSPV, que lidera Ximo Puig, fueran capaces de gobernar en solitario en 2015, aun con el respaldo parlamentario del PP, para evitar el resquebrajamiento del sistema posibilista que inventó Joan Lerma.

En el Casino de la Agricultura, horas antes, se había producido un encuentro de las fuerzas vivas de la autoproclamada sociedad civil valenciana, capitaneada por el presidente de AVE, Vicente Boluda. Coincidieron representantes del Club de Encuentro, del Club Jaume I, de la Sociedad Económica de Amigos del País, de los colegios profesionales y otras entidades, con el fin de intentar el enésimo movimiento para dignificar la maltrecha autoestima de los dirigentes valencianos. No se sabe si se da por liquidada la misión del lobby Conexus que tenía el encargo de aligerar los agravios que, a juzgar por el rifirrafe entre Moragues y Beteta, amenazan con enardecer los ánimos de un PP al borde del colapso en la Comunitat Valenciana.

En las filas conservadoras y en la sede socialista de Blanquerías se advierte una sensación de desasosiego ante la evolución de los acontecimientos que han de desembocar, dentro de un año, en un proceso electoral que puede poner todo patas arriba. Ambas formaciones políticas han cometido errores estratégicos a la hora de afrontar su batalla frente a la corrupción y a la instrumentalización de los tópicos que ya no valen. Ni el anticatalanismo, ni la Marca España a machamartillo, ni las bondades del «Levante feliz», ni el servilismo ante el poder de Madrid sirven para movilizar a las nuevas generaciones ni mitigan el desencanto imperante en la opinión pública valenciana. Estamos ante un cambio de ciclo político inevitable en el que va a saltar por los aires el statu quo que ha prevalecido desde que arrancó la preautonomía con el Consell del País Valencià en 1979, a partir del equilibrio entre UCD y PSOE.

Lo que ocurre ahora es el desenlace lógico de los acontecimientos que han sucedido en la sociedad desde hace más de cincuenta años. En la Comunitat Valenciana somos de lo que toca. Si había república, más republicanos que nadie. En la dictadura de Franco, resignados franquistas. Con UCD era una de las zonas de España done estaba más arraigada. Cuando ganó el PSOE, los más socialistas y con el Partido Popular, todo se ha supeditado al PP. En realidad, siempre han mandado los mismos con los vaivenes personales de la historia. El único partido político con vocación de ejercer el poder valenciano en el territorio fue la Derecha Regional Valenciana. Su líder, Luis Lucia Lucia, comprobó su sino cuando fue doblemente condenado a muerte, primero por los republicanos y después por los juicios sumarísimos franquistas.

Muy caro le costó su telegrama para desmarcarse de la sublevación militar de 1936: «Como ministro de la República, como jefe de la DRV, como diputado y como español, levanto en esta hora grave mi corazón por encima de todas las diferencias políticas, para ponerme al lado de la autoridad que es frente a la violencia y la rebeldía, la encarnación de la República y de la patria». Le traicionó el subconsciente. Salvó la vida. Fue confinado en Mallorca. Gravemente enfermo se le permitió morir en Valencia en 1942. Con él perdieron simbólicamente la guerra todos los valencianos. Y hasta hoy.