Ayer sábado, 21 de junio, a las 12 horas 51 minutos hora oficial peninsular (una hora menos en mis queridas y afortunadas Canarias) comenzó el verano, según los datos proporcionados por el Observatorio Astronómico Nacional. La estación durará 93 días y 15 horas, terminando el 23 de septiembre. Ya sabemos que es el día más largo del año; en concreto, 15 horas y 3 minutos en nuestra latitud, frente al día más corto, el comienzo del invierno, el 21 de diciembre, que tendrá 9 horas y 17 minutos. Por tanto, casi seis horas de diferencia. Pero, ni el Sol está en su punto más cercano (al contrario, está cerca de su punto más alejado) ni el más caluroso, que llegará más avanzada la estación. Que haga calor se le presupone al verano, cuando la superficie terrestre del hemisferio boreal recibe los rayos del Sol de forma más perpendicular. No tanto en las zonas tropicales, con lluvias, por cuanto en el verano es cuando más llueve y, por tanto, más nubosidad aparece. Todo eso, considerando, además, la escasa diferencia térmica mensual en esos medios, donde la estacionalidad la marcan las lluvias. Las lluvias son también el elemento definitorio de nuestro verano mediterráneo. El calor debería favorecer las lluvias, pero a los medios mediterráneos llegan, por obra y gracia de la circulación atmosférica, los anticiclones subtropicales, que dificultan, cuando no impiden, cualquier movimiento ascendente y, por ende, la lluvia. Solo nuestro clima tiene esta característica, calor y sequedad al tiempo, toda una prueba para la vegetación, la fauna, los ríos y los embalses. Algunos autores, como Kottek y otros, señalan pequeñas excepciones, áreas de clima tropical con verano seco, en el nordeste brasileño, norte y sudeste de Kenia e interior de la India, debidas a factores locales.