El virtuoso concertista holandés André Rieu, en una de sus actuaciones en Radio City Hall de Nueva York, declaró ante una audiencia de 6.000 espectadores: «Mi orquesta la componen músicos procedentes de muchísimos países del mundo. Todos son diferentes, pero forman un alma y un sonido, y trabajamos y vivimos juntos en paz y armonía». Por eso mostraba su predilección por aquella ciudad, epítome de la diversidad y la tolerancia.

A Rieu no le preocupa el origen geográfico ni el régimen de comunicación verbal de los componentes de su orquesta, aunque suponemos que a todos afectaría la hipotética hostilidad de unos miembros de la misma estirpe „por ejemplo, los flautistas„ contra otros „los oboístas„, por causa del desigual almohadillado de sus asientos o la distribución personalizada del caudal de aire en la sala, lo que podría llevar al conjunto a su extinción. Lo esencial aquí es su capacidad para expresarse y coordinarse en el idioma universal de todas las culturas: las notas musicales y su ejecución instrumental, lo que conduce al beneficio común intra y extra grupal.

Los conflictos sociales „entre los que incluimos el mal llamado étnico„ a menudo se apoyan en agravios históricos para justificar la toma de decisiones radicales a sangre y fuego, si es necesario. Las consecuencias de los hechos no siempre son analizadas por los zelotes locales, que sólo tienen que dar un empujoncito a las masas para hacerlas caminar por la senda de su propia destrucción. Al fin y al cabo, están convencidas de que su supervivencia depende del grado de dominación y hegemonía sobre el adversario, como ha expresado Stuart J. Kaufman en su Modern Hatreds: The Symbolic Politics of Ethnic War (Cornell University, 2001). Rechazamos con Kaufman el mito de los «odios milenarios», más ajustado a los tiempos de la caverna, y abogamos por el trabajo cooperativo de los pueblos actuales, al estilo de Rieu.