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Los límites de Felipe VI

Tras la proclamación de Felipe VI como nuevo rey de España (en una ceremonia sobria y que, pese al esfuerzo de televisiones y prensa general, no contó con adhesiones masivas, tal como se apreciaba en las imágenes aéreas de las retransmisiones) se ha producido un fenómeno curioso, en cuya trampa no debería caer el nuevo monarca: ante la crisis institucional y económica que vive el país, se le pide «impulso» para promover una reforma constitucional; en cambio, como estipula el artículo 56.1 de la Constitución, «el rey arbitra y modera», pero no gobierna.

Es decir, por muchos intentos que se realicen entre bastidores, corresponderá a los partidos tomar la iniciativa para ponerse de acuerdo en los cambios, si los hubiera. Ocurre que el sistema bajo el que se asentó Juan Carlos I (un bipartidismo imperfecto) se está resquebrajando, por un lado, ante la difícil realidad socioeconómica y cuyos principales beneficiarios empiezan a ser partidos de corte radical de izquierdas; por otro (tal como se apreció en la actitud de Mas y Urkullu durante la proclamación), tanto el País Vasco como, sobre todo, Cataluña están en una dinámica abiertamente secesionista, con unos plazos temporales que empiezan a ser cortos para abordar soluciones que satisfagan a la «España diversa en la que cabemos todos», según pronunció Felipe VI.

Su trabajo no será fácil, ya que la propia institución monárquica está dañada (a partir de los escándalos que afectaron a su padre y a su hermana Cristina), con un elemento a seguir: según encuestas recientes, hay una clara fractura generacional entre los que apoyan la monarquía (mayores de 50-55 años) y los que la ponen en cuestión. División que empieza a verse en muchos otros ámbitos (pensiones, vivienda, trabajo estable) y que ha tenido su reflejo en el (¿irreversible?) cuestionamiento del bipartidismo.

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