Bruce Ackerman, el jurista que mejor ha analizado la historia del movimiento constitucional americano en su serie de volúmenes titulada We the people, habla de épocas calientes y épocas frías del sentimiento político. Como tal, esta diferencia tiene que ver con la que T. S. Kuhn estableció entre «ciencia normal» y «ciencia excepcional» en su mítico libro La estructura de las revoluciones científicas. Las primeras épocas, frías o normales, plantean problemas que se pueden resolver con las herramientas conceptuales del sistema científico o constitucional vigente. Las épocas calientes y de ciencia excepcional plantean problemas que, para ser resueltos, requieren alterar de algún modo el conjunto de categorías teóricas o reformular algún tipo de consenso constitucional. Pero en los casos más extremos, esos períodos calientes pueden ofrecer problemas que impliquen el cambio de todo el aparato categorial o constitucional. Entonces se habla de períodos revolucionarios, tanto en el campo científico como político. Ya no bastan con reformas o enmiendas constitucionales, sino que se pone en acto un nuevo poder constituyente, o se propone un nuevo sistema científico.

España ha entrado en un período caliente, desde luego. Cada día hay más evidencias de que las demandas que se han puesto encima de la mesa no pueden ser resueltas en el dispositivo constitucional actual. Esto implica no sólo la Constitución, sino el conjunto de normativas que le han dado vigor, como la ley electoral y la de partidos. Son demandas que afectan al sistema de representación política completo, a su forma misma de elegirse y de operar. Hoy sabemos que nuestro sistema es demasiado vulnerable, nos expone a la corrupción y a la irresponsabilidad, produce una selección invertida que pospone la inteligencia, el mérito y la competencia, y genera una clase política separada de la población y de sus intereses. Aunque hasta ahora ese malestar ha crecido en la realidad social, sin canalización política, las recientes elecciones europeas, con unas reglas que escapan al dispositivo constitucional español, han mostrado que ese malestar social ha madurado lo suficiente como para dotarse de un inicio de representación política. Desde luego, hasta ahora es más un deseo que otra cosa. Pero un talante liberal y democrático debe saludar con respeto que un sector amplio de la población, que ha mostrado su disgusto y malestar de manera firme aunque informe, encuentre un conducto político suficientemente organizado como para ofrecer a la ciudadanía una oferta política nueva.

No debiéramos ni sorprendernos ni alarmarnos por ello. Tampoco puede ser una sorpresa que al frente de este tipo de opciones se hayan colocado líderes que tengan una trayectoria de militancia radical, incluso en el límite de la ley. En este sentido, el artículo de Antonio Elorza en El País, titulado «La ola», me resulta impropio de un académico. En los ambientes radicales brota la militancia firme, la decisión férrea, la capacidad de argumentar, el sentido del liderazgo, las cohortes de fieles seguidores. Ahí surgen tipos políticos que naturalmente resultan invencibles frente a los burócratas de despacho, los chusqueros de la política, los ventrílocuos de su jefe, que no han arriesgado nada en su vida. Un talante liberal debería sentirse feliz de que haya algo parecido a una batalla política y no un juego de cartas marcadas en el que siempre gana la banca.

Todos los grupos emergentes van a salir a la búsqueda de votos, a sabiendas de que tienen una prima de novedad. Y se harán la composición de lugar que mejor les convenga. Si creen que tenemos un pueblo con el nivel político y social de Venezuela, se sentirán inclinados a usar las armas y métodos de Venezuela. Ningún estudioso de la política debería extrañarse de ello. En todo caso, sería responsabilidad de quienes han conformado a este país en los últimos casi 40 años y no han sido capaces de leer las evidencias de que su juego era demasiado arriesgado. Aprendices de brujos, si han forjado a un pueblo analfabeto político, no deberían quejarse de que otras fuerzas tomen nota de eso y se aprovechen. Si así fuera „que no lo es„ tendrían que comenzar por entonar su mea culpa. En todo caso deben preguntarse: ¿Cómo hemos tratado nosotros al país cuando un presidente de gobierno lanza un SMS de apoyo a un preso como Bárcenas? ¿Cómo ha tratado al país la plana mayor del PSOE andaluz llevándose el dinero de los EREs? ¿Cómo ha tratado al país gente como Camps o como Urdangarin? ¿Lo han tratado como los viejos dirigentes corruptos trataron a Venezuela o a Bolivia antes de Chaves y de Morales? ¿Sería extraño entonces que la gente siga a dirigentes que se parecen a éstos?

Yo creo que este país no es Venezuela, pero sorprende que académicos reputados teman que lo sea como para que crean verosímil que los ciudadanos sigan políticas parecidas. Una vez que la acción está a la vista de la ciudadanía, cada fuerza política sabrá a quiénes desea organizar, si a fuerzas minoritarias o mayoritarias. Respecto a este futuro, nada hay escrito, pero todo el juego reside en acertar en la dosis de moderación y radicalidad. Una buena fórmula podría ser esta: moderado en los principios y radical en las aplicaciones. Tengo la impresión de que este va a ser el camino de Podemos. Por ejemplo: aceptar la democracia representativa y transformarla de manera radical en la comprensión de lo que sea un representante: que no esté aforado, que no sea un privilegiado frente a otros servidores públicos, que tenga que dar cuenta al electorado y elegido por él como candidato, que pueda ser revocado por la formación que le sirvió de base bajo ciertos supuestos, etcétera.

En las épocas calientes sucede siempre algo inevitable. El campo de las ofertas se amplía porque cosas que no se creían posibles en épocas frías y normales, ahora se ven como probables. Con las nuevas tecnologías de la comunicación, estos fenómenos alcanzan una aceleración inaudita. Una vez que las pasiones políticas se han puesto en movimiento, la situación es imparable hasta que se forjen nuevos consensos mayoritarios que dejen claro que no todo es posible. Hoy esos consensos no existen de forma explícita, y sólo este tipo de existencia permitirá que determinadas opciones se vean como improbables y no calienten la imaginación de los más apasionados. Hoy la imaginación camina sin límite. Y si el sistema no es capaz de escenificar reformas constitucionales capaces de resolver las demandas, entonces cada vez habrá fuera del dispositivo constitucional más gente que pensará que todo es posible. Y si eso fuera así, cada vez más gente confiaría en los que han mostrado agallas y convicciones, aunque sean radicales.

El peligro real es el paso desde la época caliente a la época de cambio de concepción del poder constituyente. Y este peligro real está ahí por tres motivos. Primero, porque el Gobierno de Rajoy, como el de Primo de Rivera en 1927, lo ha confiado todo a lo más normal, a la mejora de la situación económica. Segundo, porque en el fondo el problema catalán puede conducir a un cambio de poder constituyente por la fuerza de los hechos, que dejaría al resto de España ante una situación en la que su Constitución quedaría invalidada y sin vigor. Tercero, porque la UE ha mostrado su capacidad de afectar a la Constitución sin que esa reforma haya sido querida por el soberano. Las tres situaciones humillan al pueblo español y generan una voluntad de compensación que podría ser el caldo de cultivo del elemento real que fundaría un verdadero populismo; el nacionalismo español, aunque venga de la mano del mito de la república. Mientras se pida una nueva forma de representación política, se estará bajo el signo del espíritu republicano o cívico. Si se pide un fortalecimiento de la nación, humillada por la crisis social, la fractura catalana o la imposición europea, entonces se estará pidiendo un poder constituyente que no podrá abrirse camino más que alterando el que emergió en 1978.

Que acabemos en una cosa o la otra, dependerá de que se haga visible una reforma convincente del dispositivo constitucional que zanje la imagen de que todo es posible. Esa es la responsabilidad del propio dispositivo. Hemos hablado tanto de una segunda transición que no hemos sabido verla llegar. Ahora estamos en ella. La única clave es que todos los actores acepten de nuevo el gran compromiso de la primera: ir en todo caso de la ley a la ley a través del principio democrático. De otro modo, todos correremos riesgos demasiado elevados. Pero si los actores aceptan ese principio, un liberal no debería tener miedo a nada.