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Javier Cuervo

Victoriosos y desarmados

En los fastos de proclamación de Felipe VI se trató peor a los monárquicos que a los republicanos. Proporcionalmente. Se zarandeó y golpeó a los republicanos que quisieron mostrar su desacuerdo con el rey de todos usando banderas y gritos, los mismos instrumentos que utilizaron los monárquicos, en todo momento amenazados por gente armada.

Madrugaron los peatones monárquicos para escoger desde donde avistar al nuevo rey, de sobra conocido por la televisión y pronto en la cara de las monedas. Lo hicieron a lo largo de un circuito que había sido inspeccionado concienzudamente desde las terrazas hasta las alcantarillas y al que en algunos puntos se accedía después de ser examinado por la policía y olisqueado por sus perros y de abrir los bolsos y paquetes que se pudieran portar, presumiblemente con algún tentempié para aguantar hidratado y desayunado una espera de horas bajo el sol relumbrante de un día que relumbraba más que el sol.

Por la calzada, real, por delante, detrás y al lado, pasaba una ingente cantidad de guerreros con el cuerpo adiestrado para la lucha y dotados con el catálogo de armas „arrojadizas, blancas y de fuego„ que recorre la historia de la civilización, que es la de su barbarie. Había cuchillos, sables, lanzas, pistolas, fusiles, bayonetas, ¡hasta serruchos!, para proteger al rey del pueblo desarmado que le llamaba guapo desde el bordillo.

Ciento veinte francotiradores miraban con ojo psicópata por el telescopio y el helicóptero sobrevolaba con su runrún admonitorio sobre los cuerpos y las conciencias de los presentes. Temerosos de que fuera insuficiente el despliegue, una cadena de policías „dispuestos de espaldas al desfile y de cara al público vitoreante„ auscultaba cada gesto y cada movimiento para intervenir con porras o pistolas. Si trataban así a los que aclamaban, se entienden las pocas contemplaciones a los que reclamaban y llamaban a Felipe VI más que guapo.

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