Sería un alivio para las instituciones que cesaran los consellers de la Generalitat Manuel Llombart, de Sanidad, y Juan Carlos Moragues, de Hacienda. Este último, porque ha sido vilipendiado sin capacidad de respuesta, no ya por un ministro, sino por el secretario de Estado Antonio Beteta. Llombart, exdirector del Instituto Valenciano de Oncología, por 1700 millones de euros en facturas sin presupuesto escondidas en el cajón y algún que otro armario cerrado con miserias dentro. Hay que saber lo que uno se deja atrás, de dónde viene y a qué se deben los méritos. No vale decir que el desbarajuste proviene de antes. Ambos con el president de las Corts Valencianes, Juan Cotino, harían un favor a los ciudadanos con su cese cautelar ante rumores y conversaciones grabadas, nada edificantes, que confirman un panorama de trapisonda y chalaneo. Contribuyan a dignificar las instituciones y aléjense de sus cargos. Permitan que los valencianos se sientan satisfechos e involucrados con las instituciones que están por encima de los políticos.

En estos tiempos de aforamientos e indultos, mientras se sustancia una de las reformas fiscales más contradictorias, los escándalos se suceden. Hemos entrado de pleno en el estado de celo electoral. La investidura del nuevo monarca Felipe VI „¿en qué estarían pensando cuando decidieron su nombre?„ no logra reconducir la sensación vertiginosa de que España no encuentra su rumbo y la Comunitat Valenciana, como en otras ocasiones, va en el zigzagueante furgón de cola de un tren en el que no se ha podido localizar a los idóneos compañeros de viaje.

Mientras nos empeñemos en que los que hacen carreteras y obra civil, los de los supermercados, los de los pollos y los huevos, los de las naranjas, los de la industria, los empresarios y los empleados, han de salvarse cada cual por su parte, estamos perdidos. No estamos para que los zapateros piensen únicamente en sus zapatos, los azulejeros en sus ladrillos, los promotores en sus viviendas, los farmacéuticos en su endeudamiento, los hoteleros en sus pernoctaciones o los navieros en sus barcos. La realidad es que o nos salvamos todos o aquí no sobrevive ni el apuntador. La verdad es más cruda que cualquier supuesto.

La Comunitat Valenciana ha sido cuna y espejo de muchas cosas. Ahora cada día lo es menos. A la luz de la historia y de la geopolítica estamos situados a orillas del Mediterráneo. Somos un pueblo de mercaderes que se caracteriza por su capacidad de supervivencia y por su ingenio. Sabemos ver más allá. Más allá del mar, de las fronteras, de nuestros vecinos, de nuestros enemigos, de los Pirineos, de los océanos y de la torticera ley impuesta por una retahíla de mojigatos que carecen de lo imprescindible para dirigir y gobernar. No se puede aceptar como normal el incumplimiento de la palabra dada y de los compromisos que, aunque no estén escritos, cuando menos son evidentes. Hay que reprobar la arbitrariedad y el triunfo de las trampas legales. Si permitimos que nos representen chiquilicuatres sin principios, capaces de saquear entidades sin ánimo de lucro, esa y no otra, será la imagen que proyectaremos hacia Madrid, Barcelona, Bilbao, París, Londres, Nueva York o Bruselas. No se trata de ciudades bonitas, sino de núcleos de poder „capitales corazón„ donde se cuecen nuestras habas.

Hemos abandonado nuestros intereses en manos de quienes no merecen sino galardones de indignidad. Han limpiado nuestras entidades financieras, las han hundido y se han pulido nuestros recursos y los de nuestros descendientes. Han comprometido nuestro futuro. Son basura privada y pública. No todos los políticos son así ni tienen por qué serlo. Si la sociedad valenciana no es capaz de desalojar a los mediocres y corruptos con sus cómplices, difícilmente se podrá recuperar de varias décadas de esterilidad y latrocinio. No es soportable un tiempo más de ruina y encausamiento judicial de la vida pública. No podemos pararnos ante el riesgo de dañar unas instituciones que están abocadas al desastre por negligencia y corroídas por las corruptelas generalizadas, con la aceptación tácita de quienes tienen la responsabilidad de conducir el país.

El periodista emblemático Ryszard Kapuscinski, polaco de nacimiento y ciudadano del mundo, decía que su profesión no podía «ser ejercida por nadie que sea un cínico». Se requiere arrojo y valor para no dejarse intimidar ante amenazas y presiones. Kapuscinski denunciaba que junto a la violencia ideológica hay otras formas de persuasión que asumen la forma de despido, de marginación en la vida laboral, de amenazas de naturaleza económica, moral y personal. Sutiles y demoledoras para la gente honorable. Ya sabía Bertolt Brecht que los perdedores de hoy son los vencedores de mañana.