No creo ser extremista, pesimista ni agorero. Me considero una persona moderada, optimista y me gusta disponer de evidencias, no de oráculos. Así que no me siento aludido por las recomendaciones de Rajoy en la declaración con que clausuró el curso de verano de su partido. Por lo demás me inclino a sentirme orgulloso de mi país siempre que puedo, aunque procuro que este sentimiento se base en evidencias. Por ejemplo, me siento orgulloso de que este país viva con los dientes apretados cinco años y, a pesar de que ha sido víctima de una profunda injusticia, no ha contestado de la misma manera. Ha confiado en las formas democráticas, ha presionado con la ley, ha castigado a los responsables en las elecciones, ha expresado su preocupación en miles de manifestaciones y ha sufrido con sobriedad una situación que se debe a sus malos representantes y gestores. Me siento orgulloso de que, frente a otras épocas históricas, periodistas entregados a la investigación persigan delitos y fechorías y nos entreguen sus noticias con rigor y seriedad. Ninguno de entre los miles de reportajes que denuncian corrupciones ha sido condenado, lo que da una idea de que el sistema social es capaz de observarse a sí mismo con cierta objetividad.

Así que hay razones para sentir cierto orgullo. Pero todavía las habría más si aquellos que confunden la crítica con el extremismo, y las evidencias de lo que hay que mejorar con la mirada de los agoreros, o la voluntad de no sentirse satisfecho demasiado pronto con el pesimismo, se aprestaran a mejorar la realidad del país con elementos que está en su mano promover. Por ejemplo, si fueran capaces de ofrecernos algo más que palabrería cuyo efecto es la capacidad de ofender a los que no piensan como ellos. De esta índole es la casi totalidad de las expresiones que los dirigentes del PP dirigen a la ciudadanía que apoya a sus rivales políticos. Tengo la impresión de que se trata de una estrategia provocativa. Se insulta y se ofende con la finalidad de extremar y radicalizar la vida pública, con la esperanza de inducir una reacción airada en los demás. Entonces denunciarían un radicalismo que ellos mismos han provocado. Así pretenden asustar a los electores moderados y ganarlos para un PP que se presentará como el partido de la moderación, de la estabilidad y de la expresión preferida de Rajoy, del sentido común.

Esta estrategia de la provocación fracasará. Los electores españoles han mostrado la firme decisión de no confiar en las formaciones políticas hasta ahora hegemónicas, debido a su incapacidad para ofrecer una democracia de calidad. En lugar de convencernos de que tienen una agenda para este país en el medio plazo, esos actores no cesan de insultar la inteligencia de la ciudadanía. Mientras, procuran que su actuación política real pase desapercibida. La batería de decretos que el Gobierno ha acordado, y que alteran una amplia cantidad de leyes aprobadas en el Parlamento y relacionadas con la vida económica, es la prueba evidente de que no entiende la vida democrática de forma adecuada y madura. Hace unas semanas, un alto cargo del Gobierno publicaba un artículo en el que acusaba a Podemos de dirigir la democracia española hacia una democracia tan frágil como la de la República de Weimar. Hoy resulta oportuno recordar que nada hundió más el parlamentarismo de aquella república que el recurso a gobernar por decreto por parte de su presidente. Mientras se erosiona la forma parlamentaria, que es la base del conocimiento público de la política del Gobierno, se acusa a los rivales de populistas y defensores de una política tercermundista. Esto no es justo ni se hará de forma impune.

Mientras, este mismo periódico publicaba el domingo informaciones que revelan que sólo en la Comunitat Valenciana hay más de cien causas abiertas por corrupción y opacidad, presentadas por el PSPV, EU y Compromís. Después de que hayan pasado años desde las actuaciones irregulares, aún no existe ni una sola medida decidida por parte de quienes nos alientan a sentirnos orgullosos capaz de depurar todas esas ingentes responsabilidades. En efecto, tendríamos más motivos para sentirnos orgullosos de nuestro país si toda esta basura se hubiera limpiado. No ha sido así. Con estupor vemos que la corrupción política es un pozo sin fondo y asistimos estupefactos a la noticia de que se han falseado las cuentas de la sanidad de la Generalitat Valenciana en la década de Camps. Mientras esto sucede, altos cargos del máximo responsable de todo aquello siguen en sus puestos de dirección política. ¿Es una denuncia de agoreros? Si no ejerciéramos la crítica ante esta situación, quizá podríamos recibir la alabanza de Rajoy. Pero entonces perderíamos todo sentido de lo evidente. De ahí a comulgar con ruedas de molino, iría solo un paso.

Pero hay un punto en todo este esquema de ofensa y provocación que afecta no sólo a los ciudadanos, sino a nuestra posición en el mundo. Me refiero a esa campaña insensata de humillar a un rival político como Podemos vinculándolo a países tan queridos como Venezuela, Bolivia, Argentina o Ecuador. No hay manera de pronunciar esos juicios sin herir a muchos ciudadanos de esos países, por lo que personas con responsabilidad política deberían ser más cautas a la hora de emitirlos. No sólo porque deberíamos preguntarnos si nuestro legado hispánico tiene algo que ver con las disonancias políticas y económicas que pueden presentar, sino porque deberían ver lo que están haciendo otros países en sus relaciones con ellos. No sé si a los gestores de la cosa pública española les dirá algo que con apenas una semana de diferencia Rusia y China recorran prácticamente toda Iberoamérica. ¿Mejora nuestra posición de socios capaces de cooperar con esos países este tipo de retóricas humillantes y ofensivas? ¿No tenemos algo que aprender del pragmatismo chino, que jamás pronuncia una voz ofensiva respecto a país alguno, incluidos aquellos que tienen relaciones diplomáticas con Taiwán?

Esta irresponsabilidad es lo más preocupante de todo. El juego político ya se juega a tan corto plazo, se realiza a la defensiva, es de tan escaso vuelo y carece de toda perspectiva razonable, que nadie en el Gobierno tiene ya tiempo de ofrecer una estrategia como país acerca de cuáles deben ser nuestras relaciones con América Latina. Aquí no hay evidencias para sentirnos orgullosos. Mientras insultamos a esos países, en el último año cinco de mis doctorandos han tenido que buscarse la vida como profesores en aquellas tierras. ¿Ayuda ese tipo de declaraciones a nuestros compatriotas que allí trabajan? ¿Mejora los sentimientos de simpatía hacia los españoles, algo que debemos promover entre los naturales de aquellas tierras que viven en nuestro país? ¿Se sentirán orgullosos de nuestro comportamiento?

Nuestro Gobierno tiene que estar en condiciones de mirar más allá de sus propias narices. Tiene que estar en condiciones de entender que amplias capas de la ciudadanía tienen puntos de vista que merecen algo más que el insulto, el desprecio o la provocación. Su tarea debe ser más bien promover aquello que hace que los demás países nos respeten. Sólo de eso debe sentir uno orgullo, de comprobar que los demás nos respetan. No es un sentimiento autorreferencial, que uno se da a sí mismo, ni es propio de un solipsismo ensimismado que se niega a escuchar la crítica. Es fruto del reconocimiento de los otros. Y para que los demás nos respeten, nada mejor que tener una actitud constructiva, realista y cooperativa con ellos, en vez de insultarlos o menospreciarlos a todas horas. Todavía es mucho lo que España puede hacer por América Latina, desde ofrecer aquí a los hijos de los emigrantes un sistema educativo que promueva sus capacidades, hasta cooperar con su sistema universitario y de investigación, con su sistema cultural y productivo, no con la mirada puesta en las grandes corporaciones, sino con el interés puesto en los aspectos sociales y humanos que implican igualdad y reciprocidad, ajenos a un capitalismo arrogante y prepotente.