Despropósito es el calificativo más amable que se puede utilizar para calificar la nueva Ley de Servicios y Colegios Profesionales (LSyCP) que aprobará el Gobierno. Y lo es porque se trata de una suerte de bomba nuclear que aniquila la garantía institucional que la Constitución otorga a los colegios profesionales como reguladores de la profesión. El texto que conocimos en julio despoja a los colegios profesionales de la necesaria autonomía para defender la profesión del intrusismo y velar por el cumplimiento de la ética y deontología profesionales. E incrementa el riesgo para las personas y el medio ambiente y crea graves asimetrías entre profesiones técnicas, sin proponer ninguna solución a la nueva realidad de titulaciones emanada del proceso de Bolonia.

En el caso de las ingenierías, los profesionales vuelven a ser discriminados. El nuevo texto da incluso un paso atrás respecto al difundido en diciembre, aparcando la lógica evolución de la Ley de Ordenación de la Edificación, que impone barreras anticompetitivas basadas en el uso y no en la complejidad técnica o conocimientos del profesional. Ello deja a los ingenieros españoles en clara inferioridad competitiva respecto a otros profesionales europeos, ya que nuestras atribuciones están muy segmentadas, al contrario que las de los ingenieros del resto de Europa. Los profesionales españoles, especialmente los ingenieros, nos vemos muy limitados para prestar servicios fuera de España. Por el contrario, los profesionales europeos, al tener en su Estado de origen una regulación más abierta, están habilitados para ejercer en España en un campo mucho más amplio.

La función de los colegios ha sido loada en múltiples ocasiones por las instituciones europeas e incluso se han convertido en ejemplo a seguir por otros Estados de la UE. El último informe emitido por el Comité Económico y Social Europeo avala la necesaria función de los colegios profesionales sin perjuicio de la libre competencia. El informe sostiene que la «intromisión en la libertad de la práctica profesional» que supone la colegiación obligatoria como requisito funcional en ciertos países «se justifica por un interés público superior».

El Gobierno español se equivoca y navega contracorriente al confundir liberalización con desregulación. Lejos de abordar con valentía la necesaria reforma del sector en pro de una liberalización de los servicios que mejore la economía de nuestro país, esta norma esconde un claro intento de golpe de Estado a los colegios profesionales, a los que «la Administración pública competente» podrá disolver su órgano de gobierno, sometiéndolos además a una relación de servilismo con la Administración (bajo el calificativo de «tutela»), poniendo en riesgo su viabilidad económica. El resultado es que los colegios se quedan vacíos de contenido y funciones, perdiendo así su razón de ser.

Ciudadanos, consumidores y medio ambiente pueden quedar más desprotegidos que nunca; las múltiples limitaciones a la colegiación que impone la ley suponen un elevado riesgo para la seguridad y salud de las personas. Sin el concurso de los colegios, que hasta la fecha han ejercido una importante labor de control del ejercicio profesional con coste cero para el erario público, falta conocer quién controlará las actuaciones de los distintos profesionales. Al Gobierno se le agota el tiempo para rectificar. Es el momento de escuchar todas las voces que claman el replanteamiento de esta ley y salvar in extremis las nefastas consecuencias sociales y económicas que comportará su aplicación.