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Vicente

Las hay con suerte

Paseaba el pasado fin de semana con mi pareja por Sevilla cuando

pasamos frente al Palacio de las Dueñas, la residencia habitual de la duquesa de Alba. Cuando intentamos asomar la nariz por el portón para echar un ojo a los jardines que rodean la casa, salió un hombre de la vivienda de al lado y, con la espontaneidad de la gente de esa tierra, nos contó que en el barrio la duquesa era una más que saludaba y hablaba con los vecinos con los que se encontraba en sus salidas, cada día, eso sí, más limitadas por su estado de salud.

El jueves el exterior del Palacio de las Dueñas presentaba un aspecto bien distinto, repleto de cámaras, periodistas y curiosos, pero sus vecinos también estaban allí; para ver el famoseo, supongo, pero también para llevar un ramo de flores, dar un último adiós a su ilustre vecina o saludar a alguno de los familiares que se fueron acercando tras conocer la muerte de Cayetana.

Estos días se va a hablar mucho de la figura de esta mujer, récord Guiness en número de títulos nobiliarios, 46 nada menos, una de las fortunas más grandes de España y habitual de la prensa rosa por sus tres bodas, los fracasos matrimoniales de sus hijos y su peculiar carácter. Se va a hablar de sus luces y sus sombras, como sus problemas con los jornaleros andaluces como principal terrateniente de España, de su apoyo a Andalucía o su pasión por el arte y la historia.

A mí me apetece más recordar a esa mujer que, tal como señalaba Alfonso Guerra, iba todas las semanas al Cine Avenida de Sevilla, el único en el que aún ponen películas en versión original, la que se tomaba el café en un bar del barrio, la que siempre hizo lo que le dio la gana y ante las críticas recibidas a lo largo de su vida respondía con un «yo paso de todo». Por supuesto, con una fortuna de 1.000 millones de euros una puede ponerse el mundo por montera, pero imagino que si esta señora en vez de grande de España hubiera sido la hija de la panadera de la esquina, hubiera igualmente bailado en la calle descalza, se hubiera casado por tercera vez a los 82 años si hubiera encontrado la persona adecuada, y habría mandando a sus hijos a freir espárragos si le hubieran afeado su forma de vida.

Dicen que era culta y divertida y, sobre todo, libre. Mejor para ella. Nació teniéndolo todo y esta mujer, con más pinta de hippie trasnochada que una aristócrata ante la que „ya sé que es manido pero no hay quien se resista a recordarlo„ tendría que inclinarse la reina de Inglaterra, lo aprovechó para vivir intensamente. Las hay con suerte.

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