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Jesús Civera

El pasado, que nos invade

Lo más notorio -o excéntrico- de la crisis del IVAM es que no haya abierto la boca Felipe Garín. Solbre las cocinas de la política se habla mucho; sobre los subterráneos del mundo del arte se extiende un silencio sepulcral. Un lance insólito que sobrevoló a Garín prueba lo que digo. Al poco tiempo de entrar Carmen Alborch en el ministerio de Cultura, a Garín le apareció una gotera en el museo del Prado. La filtración fue indulgente y ni siquiera logró rozar una obra de arte. Alborch, no obstante, firmó el cese fulminante del director. Los Garín -padre e hijo- han infiltrado, y modelado, la historia del universo visible y oculto relacionado con el arte valenciano en la larga noche del franquismo y bajo el sol luminoso de la democracia. Podríamos exceptuar algunos años; pocos en todo caso. El poder de Ortíz de Taranco fue absoluto, en instituciones y cátedras, porque sus textos acompasaban sus dominios materiales. ¿Qué es Valencia? le preguntó J. R. Seguí en su última entrevista (fallecería poco después, a los 97 años). La respuesta puede ilustrar un manual sobre el imaginario inmutable de la ciudad. «El Mercado Central», contestó don Felipe, para subrayar de inmediato que la iconografía no hacía sino resumir la personalidad agraria y la debilidad de la burguesía instalada en el cap i casal. Felipe Garín hijo ha cultivado aquel testigo desde la voluntad de impregnar buena parte del tinglado cultural valenciano como una herencia obligada. Su estilo es expresionista, porque deforma la perspectiva, y unas veces baja y otras sube. Pero siempre está ahí. En los últimos meses, a Garín se le atribuye el dibujo sobre el que se ha sustanciado el nuevo cuadro de la política artística, desde la caída de Consuelo Ciscar a la defensa del nombramiento de Cortés y su concurso internacional adosado (y me dejo, creo, a Paz Olmos). Nada que objetar, por otra parte. El problema, si lo hubiere, lo tiene, en todo caso, el que escucha (Fabra), no el que aconseja. Sólo precisar un aspecto descriptivo (y que no se me tome a mal). A su lado -al lado de Garín-, uno percibe que Tomás Lloréns -el otro gran gurú, éste más cercano a nuestros días artísticos- es una hermanita de la caridad. Con todos los respetos, ya digo, pues mi admiración por ambos es bíblica.

A pagarlo, los vecinos. Para criminalizar al anterior gobierno, el actual alcalde de Gandia, Arturo Torró, ha dedicado entre 80.000 y 200.000 euros, según las fuentes, a cumplimentar las minutas de los letrados. La evidencia de que la ofensiva sobre sus antecesores es política no la oculta ya nadie en el PP. Tampoco se abstienen sus dirigentes de divulgar la inspiración y el objetivo, que sobrepasan las decisiones locales para instalarse en la calle Quart. José Manuel Orengo y Alfred Boix, exalcalde y exconcejal, constituyen hoy la columna vertebral del PSPV, bajo la dirección de Ximo Puig. Es obvio que su liquidación dinamita la organización socialista, como vería cualquier hijo de vecino más o menos despierto. Bien. Todo eso está muy bien, y ya se apañarán unos y otros en los tribunales, sumidero del verdadero catálogo de agravios políticos y personales. Pero, ¿por qué han de pagar los ciudadanos de Gandia de su bolsillo las decenas de miles de euros que cuestan los letrados? Ha de haber una solución razonable para que la fiscalización del pasado, o la fijación de los políticos con el pasado, no acaben apoquinándolas los vecinos. Que ya tienen bastante con aguantarles.

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