Niño, no te comas ese yogur que está caducado». La frase se repite con frecuencia. Y es lógico, pues nos han metido el miedo en el cuerpo y quién se expone a un trastorno gástrico: lo tiramos a la basura y compramos otro. Aplicado a productos alimentarios y llevado a cabo con buenas intenciones, la cosa podría considerarse incluso virtuosa, pero no van por ahí los tiros. La cuestión se halla presidida por la idea de facilitar el consumismo. ¡Vaya, por Dios, todo sea por el negocio!

La semana pasada, un reportaje nocturno de La 2 „en ocasiones se descubre algún programa decente en la tele„ informó de uno de las mayores despropósitos de la sociedad contemporánea: la obsolescencia planificada, es decir, la programación del fin de la vida útil de un producto: una vez transcurrido el tiempo calculado por el fabricante, el artículo adquirido se vuelve obsoleto, inservible. Y, amigos míos, estamos en ello a tope: comprar, usar y tirar€ y así sucesivamente hasta el fin de nuestros días. ¡Que bonito ideario!

La cosa viene de hace poco más de ochenta años con la propuesta de Bernard London para acabar con la Gran Depresión, lucrándose a costa de los ciudadanos. No prosperó la idea en ese momento, pero ha terminado instalándose en nuestras vidas. Uno de los primeros en conocer los efectos de tan brillante filosofía fue el nailon, una fibra sintética indestructible, para beneficiarse de ella toda la vida, y que terminó comercializándose lo suficientemente debilitada como para que se rompiera pronto.

El aprovechamiento de la caducidad con fines lucrativos se contempla en cualquier sector, incluido el de la sanidad, en el cual „según los expertos„ ciertos laboratorios farmacéuticos, pensando en nuestra salud, suelen poner un plazo de caducidad más próximo del necesario para que se deseche la medicina y haya que reponerla. No digo nada de la ropa, donde la moda cambia cada año. Los hay que llegan a hablar de deshonestidad e, incluso, de estafa, sobre todo cuando se refieren a los más avanzados productos tecnológicos. En todos los casos, los consumidores contribuyen a favorecer el engaño, puesto que, además de no ofrecer resistencia, se dejan llevar por el atractivo de la novedad. ¡Y qué felices son gastando, Señor!

El tema de los residuos lo dejaremos para mejor ocasión.

Así las cosas, cabe preguntarse por la situación del mundo de la cultura. Por si estos falsos profetas fuera, los libros se quemarían una vez leídos, El Quijote estaría descatalogado, la Pastoral de Beethoven ha tiempo que no se escucharía, las Meninas „de conservarse„ dormirían en un lóbrego almacén, olvidadas de unos y otros. Menos mal que la cultura cuenta con un ejército de prosélitos que procura que la obsolescencia no haga mella, y actúa, instalándose hasta en el mismísimo universo tecnológico, como en aquel mundo de los hombres-libro en Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury.