Opinión

Lucas Martín

Seguir ahí

Uno de los gestos más escandalosos y suntuosamente bolivarianos de toda la vida de contención de Angela Merkel se produjo, según cuenta ella misma, la tarde en la que cayó el Muro de Berlín. El verbo, en esta ocasión, y es raro y probablemente accidental en mi caso, sujeto meridional en ristre, parece casi oportuno, porque los gestos, en alguien como la canciller, es bastante seguro que se producen, cuando no ocurren a secas, un poco al estilo de los empellones del viento contra un tronco de almendro paralítico y claustral. Aquel día, mientras la historia convulsionaba y cambiaba el rumbo de Occidente, la canciller miró a su alrededor y en pleno rapto de alborozo tomó una decisión de las que están sobradamente cualificadas para provocar un infarto a una madre superiora y dos o tres profesoras de piano e institutrices del Este: la de fundirse en la masa, pese a todo, y seguir.

Liberada de tribulaciones, la jovencita Merkel se dio a la locura „guau, qué mujer„ y pasó junto a miles de personas por encima del muro. Luego regresó, porque eran las once y ya estuvimos en Mallorca, que tampoco es cuestión de perder sistemáticamente la razón. «Fue muy excitante. Pero tenía que estudiar y madrugar al día siguiente», sentencia. Con las cenizas de largas décadas de cisma sobre los zapatos, entre la algarada de los cláxones, Merkel volvió a casa, lo que en términos históricos y psicopatológicos es similar a abandonar una orgía y una página del grupo Oulipo para meditar sobre la lista de la compra y el hilo dental. Está bien, Aníbal, quemémoslo todo, pero no sin mi cepillo de dientes.

Me pregunto qué habría ocurrido en España frente a un acontecimiento de los antiguos, cargados de frondosidad, seguramente con Rajoy con cara de ajolote pensando en pensar llamar a sus asesores y con Pedro Sánchez mirando de reojo qué hace Pablo Iglesias para ponerse una gorra y acudir a pescar votos a una romería Latin King. Lo que está claro es que la gente tiraría de tarjeta del Carrefour y le pegaría al asunto desesperadamente, hasta el punto de no acordarse ni de los tartesos tres semanas después: «Yo creo que vine por un gol de Gárate», dirían dos españoles frente al frío, en la galaxia pelona. Y si no fuera porque otros son tan malos, tan púnicos y vulgares, seguiríamos ahí.

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