La distancia de la Tierra al Sol es de unos 150 millones de kilómetros, una distancia que, junto con otros rasgos peculiares de nuestro planeta, permite que disfrutemos de unas temperaturas adecuadas para la existencia y la plenitud de la vida tal como la conocemos, incluida nuestra vida humana sentiente, inteligente y espiritual.

Redondeando las cifras, Venus está a unos 100 millones y Marte a unos 225 millones, y todo indica que en ellos no hay vida, por no hablar ya de los planetas mucho más alejados del Sol. La vida se da, pues, en un estrecho margen de condiciones, fuera de las cuales se hace difícil si no del todo imposible. Y para que haya vida se requieren además otras muchas condiciones, como un tamaño suficiente para que la gravedad nos permita disponer de atmósfera, que en su día nos llegara el agua de los cometas o que los asteroides no nos golpeen con más frecuencia. Basta un cambio ligero en la inclinación del eje terrestre para que pasemos del insoportable calor de un mediodía de agosto al gélido frío de una mañana invernal, y eso que estamos en la franja privilegiada del planeta. Cualquier variación infinitesimal en términos astronómicos de las condiciones de que disfrutamos haría que casi todas las formas de vida conocidas desaparecieran. Es algo que deberíamos recordar al iniciar cada nuevo día, pero que se nos olvida confundidos por una experiencia que nos hace creer que nuestra existencia y la de la vida en general son algo seguro. Olvidamos que son lo excepcional.

Y qué tiene que ver esto con la libertad de expresión. Más de lo que creen. También las condiciones de una sociedad abierta, tolerante y democrática, donde la libertad de expresión se configura como valor esencial para la misma, resulta algo excepcional. Lo que ha predominado a lo largo del tiempo, y sigue haciéndolo en muchos lugares de la Tierra, es la imposición por la fuerza y la violencia de unos seres humanos sobre otros, la intolerancia y la matanza de nuestros semejantes por cualesquiera razones que se nos hayan ocurrido: ideas, creencias, riqueza, poder...

En un singular ejercicio de maduración histórica, a partir del Renacimiento se alumbraron en Occidente las condiciones para construir un régimen casi único de vida colectiva que ha dado pie a nuestras sociedades liberales y democráticas, abiertas y pluralistas. No fue para nada fácil: de hecho, el logro de los derechos humanos, entre los que figuran en lugar de honor la vida y la libertad de expresión, fue el costoso y difícil resultado de la voluntad de conjurar el horror de la vida de los pueblos y las personas precisamente a partir de la experiencia histórica de las barbaridades cometidas por nosotros mismos contra nosotros mismos. Del último de estos horrores, en el corazón mismo de la Europa civilizada, nació la Declaración de Derechos Humanos de 1948, tan solo hace unas décadas, apenas unos días en términos de historia humana.

Las circunstancias en las que disfrutamos de las condiciones de una vida colectiva basada en el acuerdo y la discusión pacífica de nuestras decisiones comunes; en la posibilidad de la crítica, la discusión y la puesta en duda libremente de todo por todos; en la convivencia pacífica y la tolerancia de quien opina, vive o piensa de modo distinto; en la posibilidad de elegir y cambiar nuestras decisiones comunes, incluida la de quienes nos gobiernan, etcétera, son singularmente excepcionales. Algo extraordinariamente valioso por consiguiente. Sin embargo, cuando las disfrutamos tendemos a olvidar su excepcionalidad y su fragilidad, a creer que se dan sin más.

En España tenemos buenas razones para no olvidar la singularidad de los grandes valores fundamentales: apenas hace unas décadas nos matábamos en una sangrienta guerra civil y el terrorismo nos ha seguido salpicando de horror hasta hace apenas nada. La matanza de estos días en París -una de las cunas principales de los valores de esta civilización única de la tolerancia y el diálogo- nos recuerda la trascendencia de estos valores fundamentales y la singularidad del entorno en el que se configuran, mantienen y prosperan. Pero tan solo la percepción de una amenaza o el daño consumado nos recuerdan habitualmente su valía. En un paradójico ejercicio de imprudencia, tendemos a dar por supuesto y no cuidar de los bienes más valiosos de nuestra existencia mientras que nos afanamos diariamente detrás de lo que apenas tiene relevancia.

Lo primero que debemos hacer en homenaje a estos nuevos mártires de la libertad de expresión -como otros tantos que cada año son asesinados por ejercer este derecho humano- es solidarizarnos con su memoria y con el dolor de sus allegados, con el de sus compatriotas y, en el fondo, con el de todos los que compartimos estos valores. Pero el homenaje debe continuar cada día: valorando y cuidando entre todos de esta herencia singular, recordándonos una y otra vez cada día por qué y para qué existen estos valores, estos derechos humanos fundamentales y la sociedad que hacen posible.

La distancia que nos separa del sol y que hace que exista la vida no ha sido fruto de nuestra decisión. La distancia que nos ha separado de la barbarie, la violencia y la intolerancia sí ha sido una obra fruto de nuestra capacidad humana de recordar, aprender y decidir. No podemos cambiar la distancia al sol pero sí debemos mantener siempre la distancia con la barbarie. Cada mañana deberíamos acordarnos de la singularidad de estas maravillas: la vida y la vida humana en paz y libertad. Cuidaríamos más de tales bienes únicos. También los disfrutaríamos con más hondura, valía y sentido. Como lo merecen.