Opinión
Mara Calabuig
Givenchy
Tuve la suerte de asistir en París, allá por 1995, al último desfile de Hubert de Givenchy, y tengo presente, por encima de todo, su altísima silueta al salir a agradecer los aplausos finales, revestido de la impecable bata blanca, «uniforme» de trabajo que en nada menguaba su elegancia. Como escribía Vogue, «Hasta cubierto de harapos tendría el aire de un príncipe».
Los Taffin de Givenchy fueron ennoblecidos con un marquesado por Luis XIV y, aunque Hubert no usaba el título, era evidente su porte aristocrático subrayado por un físico heredado de su bellísima madre, Béatrice Badin de Châtel-Censoir, descendiente de reconocidos artistas. Huérfano de padre desde los tres años, Hubert fue educado por ella en un clima de exigente refinamiento, que sin duda determinó su existencia y su personalidad. En los 70 estuvo incluído entre los diez hombres más elegantes del mundo.
Durante los meses que lleva abierta la exposición se ha divulgado la biografía de su protagonista, pero quizás no se han acentuado estos datos, tan significativos, como también las etapas que le condujeron a la alta costura. Su aprendizaje pasó por los talleres de figuras importantes, y diferentes, en los años 40 del pasado siglo. Sucesivamente, Jacques Fath, un hombre brillante y seductor; Robert Piguet, mundano y esnob; Lucien Lelong, auténtico empresario del lujo. Segmentos de una sociedad en la que Givenchy iba asimilando técnicas y relacionándose con mujeres fascinantes como Misia Sert o Maxime de la Falaise y artistas como el gran ilustrador René Gruau. Fue la entrada en Schiaparelli, como director de la boutique, lo que marcó su primer éxito personal, al crear los «Separables» (conjuntos de dos piezas intercambiables que diversificaban el vestuario fácilmente) y una impactante serie de accesorios. La tienda se convirtió en punto de cita para la modernidad de entonces.
Y de ahí, a volar por cuenta propia. Con pocos medios, pero mucha creatividad y la colaboración generosa de top models legendarias como Bettina (a quien París ha dedicado también una exposición que concluye hoy), Suzy Parker y Dorian Leigh, que precisamente inspiró al escritor Truman Capote para el personaje de Holly en Desayuno con diamantes. Aquel primer desfile, el 3 de Febrero de 1952, dio la campanada. Givenchy introducía el algodón en la alta costura, sorprendía con vivos colores en armonías imprevistas y materias dispares en un mismo modelo. La periodista Lucie Noel afirmó que el desfile había sido el éxito más sobresaliente desde el New Look de Dior cinco años antes.
Tres años después el taller de Givenchy había pasado de cinco a ciento veinte operarias. «Es Hubert de Givenchy quien ha dado a la moda su aire de juventud», aseguraba Elle. Algodón, organdí, sencillos bordados suizos, estampados propios, adornos de plástico o cordeles, mezclas insólitas de tejidos y pieles... Y siempre ideas nuevas. En 1955, la línea «saco», que provocó polémicas y triunfó en América. En el 68, el short como pieza de calle o de vestir. Hasta Madame Pompidou llevó unos bermudas de lamé para ir a la ópera, con el consiguiente revuelo. En los primeros 80, su colección «Disco» reflejaba la dorada exaltación de Studio 54, donde Givenchy „que tenía su propio apartamento en Nueva York„ coincidía con Elton John, Andy Warhol, Liza Minnelli o Mick Jagger. Se podía leer en Sunday Express: «Dentro de seis meses veremos en las colecciones de sus colegas lo que Givenchy presenta hoy». De Janie Samet, la excelente cronista de Le Figaro, es la siguiente afirmación reveladora: «Hoy se asocia el nombre de Givenchy al clasicismo estricto. Sin embargo, algunas audacias actuales no son nada en comparación con las que él pudo concebir en un contexto mucho menos tolerante que el actual». No obstante, se mantenía dentro de los cánones de la alta costura en cuanto a perfección absoluta y técnica casi quirúrgica. «Nuestro oficio „sostenía el autor„ es tanto una cultura como un patrimonio. Si sólo han de sobrevivir el prêt-à-porter y el trabajo de boutique, me retiraré».
Es lo que hizo, habiendo dejado la huella de un espíritu cultivado, profundo conocedor del arte, que vivía rodeado de objetos escogidos y obras de Matisse, Rothko, Picasso, Vasarely, Braque, y requerido para remodelar varios hoteles Hilton o aconsejar a muchos de los personajes con los que se relacionaba. Givenchy podía, por ejemplo, desayunar con Diana Vreeland, comer con Marc Chagall o Gregory Peck, albergar en su mansión a sus amigas Mona Bismarck, Greta Garbo o la modelo Capucine y añadir a su clientela a Estée Lauder, Marie Helène de Rotschild, Jacqueline Kennedy, la Duquesa de Windsor y una larga lista de nombres fulgurantes. Punto y aparte para Audrey Hepburn, pero de este hondo vínculo afectivo ya se ha hablado bastante, así como del que le unió a Cristóbal Balenciaga, que no sólo le «traspasó» sus oficialas y buena parte de sus clientas cuando cerró, sino que antes le ayudó económicamente a establecerse.
Las claves de Hubert de Givenchy en la historia de la moda son, a mi juicio, el sello juvenil que imprimió a la alta costura francesa y al contacto personal con las mujeres notables a las que vistió. No he podido desplazarme a Madrid para ver la exposición del Thyssen, pero sí que visité la esplendorosa que le consagró el Palais Galliera de París en 1992 „que inauguró junto a Audrey Hepburn, por supuesto„ y en la que no faltaba una radiante imagen de Grace de Mónaco llevando de la mano a la pequeña Carolina, ambas vestidas por Givenchy, el hombre que se definió en eta confesión: «Crear, dudar, investigar, replantearme siempre, no pensar nunca que he alcanzado todo. Sobre estas bases he construido mi carrera y mi vida».
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