El lema más coreado durante los últimos días, y el más compartido en las redes sociales durante toda su historia, es «Je suis Charlie». Se trata de una preciosa muestra de solidaridad con los asesinados en París. Yo argumentaré ahora que ese lema funciona como las muñecas rusas: incluye otros que a su vez albergan, como en una matriz, otras ideas de mayor calado si cabe. La primera de ellas ha de ser expresada también en francés, puesto que así nos la ha transmitido la tradición que se remonta a Descartes: «Je pense, donc je suis» («Pienso, luego existo»). Pero este pensar va aquí más allá del sentido en el que Descartes, en el contexto de su teoría del conocimiento, se refirió a él: no se trata ya sólo de un proceso cognitivo consciente de sí mismo, sino, sobre todo, de un pensar crítico.

La historia de Occidente está grávida de esta forma de pensamiento. La crítica „actividad intelectual de cribar, tamizar, discernir„ ha permeado desde sus albores griegos todas las manifestaciones de nuestra cultura. Sus grandes realizaciones „como el derecho romano, la cosmovisión judeocristiana y la ciencia experimental„ se han sometido al tamiz de la crítica y han desarrollado a su luz lo mejor de sí mismas. Gracias a ella han sido capaces de distinguir entre lo accesorio y lo esencial, entre lo que pertenece a la coyuntura mudable de los tiempos y lo que de mejor se encuentra en sus propias tradiciones. Así, el Derecho ha sabido desprenderse de los ropajes de su génesis romana; de ésta hemos aprendido mucho sobre el aspecto que debe tener un sistema jurídico justo, pero hemos prescindido de sus adherencias culturales (como la justificación de la esclavitud o de la inferioridad jurídica en función de género o patrimonio). La historia del cristianismo es incomprensible sin esa fecundación del pensar crítico; gracias a ella, el cristiano reconoce que distintas afirmaciones de las Escrituras „como algunas sentencias de san Pablo relativas a la mujer y su puesto en la familia y la sociedad„ no pertenecen al núcleo del Evangelio, sino a esquemas mentales de un cierto lugar y época. El germen del pensar crítico ha abonado el humus de nuestras democracias, tan imperfectas, sí, pero tan fecundas a la luz de sus frutos en el orden de la paz, la libertad o la solidaridad.

Es precisamente esa matriz „el razonar reflexivo y crítico„ la diferencia radical respecto del pensamiento fanático; muy concretamente, respecto de amplios sectores del islam que no se han configurado a la luz de la crítica. Se ha subrayado en estos días la distancia que media entre el terrorismo islámico y la pacífica vivencia religiosa de muchísimos musulmanes. Sin embargo, las últimas décadas han sido escenario de una radicalización creciente del islam, que ha marchitado la prometedora y fugaz primavera árabe. La razón última de esta deriva no ha de ser buscada en los conflictos bélicos o las relaciones geoestratégicas de poder tal como se han desarrollado en los últimos decenios. Por supuesto, estos procesos tienen mucho que ver. Ahora bien, considerar que ellos „y sólo ellos„ explican la polarización del islam es un análisis parcial, a menudo deudor de una lectura marxista de la Historia que no basta para entenderla; por otro lado, contrastan con los datos de que disponemos sobre la extracción social de muchos terroristas. Para comprender la deriva extrema del islamismo se hace preciso atender a la intrahistoria del islam.

A diferencia de lo que ha sucedido en Occidente, la religión musulmana no ha tenido ilustración. No me refiero con ella tan sólo al período que como tal se conoce en la historia europea „el Iluminismo, el Siglo de las luces„ sino, sobre todo, al fermento de la razón crítica. Son muchos los motivos (políticos, institucionales, económicos, teológicos) que han conspirado en contra y que han abortado los períodos luminosos de la cultura islámica. Se ha seguido de ello la insuficiente o inexistente división entre lo público y lo privado, entre lo estatal y lo confesional, y „aún en un nivel más hondo„ la deficiente comprensión del carácter histórico y, por tanto, evolutivo del dogma religioso. De este modo, el fanático siente como su deber (¡un deber del que pende su destino!) la defensa a ultranza de la literalidad del Corán: de un texto sobre el que no ha pensado críticamente. Así, no reflexiona sobre la divergencia entre unos escritos sagrados y otros: entre aquellos que propugnan la persecución y el sometimiento del infiel (judío, cristiano o ateo) y aquellos otros que hablan de Alá como «el pietoso» o «el misericordioso» y que cifran en el amor al prójimo la medida de la propia fe.

Sólo un pensar entreverado con la reflexión crítica es capaz de distinguir las adherencias culturales de la esencia de la fe. Su ausencia es la tragedia del extremismo. La historia del mundo contiene páginas dictadas por esa tensión no resuelta, protagonizadas por la ciega furia del fanático; una de sus primeras víctimas fue esa admirable filósofa, enraizada en el paganismo y abierta a la trascendencia, llamada Hipatia. Hoy día, el islam escribe algunas de las páginas más sangrientas a cuenta de esa misma furia ciega.

Quizá lo mejor que podamos hacer sea preguntarnos cómo podemos contribuir a un mejor desenlace. Ni que decir tiene que los argumentos sobre seguridad global y protección de las libertades que se han esgrimido estos aciagos días son legítimos y necesarios. Pero quizá haya más.

Son millones los musulmanes que viven en Occidente; y millones sus hijos e hijas que se educan con nosotros. Hace poco, una amiga maestra me contaba que en su colegio „a causa de una deficiente planificación„ se ha creado un auténtico gueto de alumnos de origen musulmán; eso incide en el cada vez más residual número de alumnos autóctonos, en las dificultades crecientes a la hora de enseñar y en la menguante efectividad de la enseñanza impartida. No se trata de un caso aislado. Sobre esto podemos, debemos hacer mucho aún. El fracaso a la hora de favorecer la integración social de los musulmanes nacidos en Europa „patente en Alemania, en Holanda o en la misma Francia„ tiene todo que ver con la incapacidad de generar una educación significativa: una educación que remueva sombrías adherencias culturales para sembrar el germen del pensamiento crítico.

Invertir en educación „también por este motivo„ resulta, pues, crucial. Con ella se puede ayudar a tender puentes sin menoscabar la diversidad, a desplegar una vivencia religiosa cribada y abierta; en este caso, una vivencia nutrida por lo que el islam posee de más preciado: la fe en ese Dios que es «el pietoso», «el misericordioso», «el agradecido». Dar pasos en esta dirección será el mejor modo de honrar la memoria de los asesinados en el corazón de Francia.