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Jesús Civera

Concierto mundial de la estafa

El final, entre unos y otros han logrado situar a Valencia en otra dimensión: en la de los circuitos internacionales de la corrupción. No de una corrupción de guante blanco, menuda y díscola, amparada en la picaresca mediterránea, sino de una bañada por la poética, el prestigio y la influencia. La gran Valencia, la que había de encantar al mundo mundial, atraer capitales e iluminar la historia, no ha soslayado ninguna de las etapas de su recorrido apresurado: la del amanecer grandioso y la del ocaso trágico. La metáfora antropológica sostiene que todo nace y muere sobre el compás de la naturaleza. Aquí ha fenecido, entre aromas de supuestos latrocinios, hasta el mismísimo Anillo del Nibelungo, cosa que sólo podría suceder en algún teatro subalterno de Sicilia y en los tiempos de un Sciascia repleto de juventud. El epílogo ha de escucharse bajo los graves acordes de un Requiem, con la clase política acompañando al coro y el aparato judicial blandiendo el triángulo de la orquesta. Una escena para un Ocaso embebido de largas armonías: todos esos actores, además de los administradores del tinglado, han auxiliado esta ópera apocalíptica. Al fin, Valencia proyecta su sombra de saqueos, desfalcos y rapiñas ante todas las instituciones líricas del planeta. Ya pueden estar contentos. La segunda secuencia del melodrama sonará cuando la policía, como es habitual, exhiba en la plaza pública las grabaciones telefónicas «hurtadas» a la detenida Helga Schmidt -no hay proceso sin grabación- y al otro lado del hilo telefónico escuchemos las voces de Plácido Domingo, Zubin Mehta y los demás integrantes del magisterio musical planetario. Ese material coronará el prestigio internacional de la Valencia del descrédito: carne de subasta de Shoteby´s para los grandes coleccionistas universales. Valencia es así, señora. Las escalas cromáticas se diluyeron en el XV. El Palau de les Arts liquida su poética en comisaría y esposado, integrando el paisaje del pillaje de los Gürtel, Brugal y los mil casos más que tratan los togados.

A Helga Schmidt la fichó Zaplana para redondear su feliz obra, el Palau de les Arts, tras convencer a Olivas para que retirara su fuentecita «kistch». Y la nombró Intendente Camps. En realidad, Camps siempre ha sido, a grandes rasgos, un epígono de Zaplana. Pero mientras Zaplana levantó les Arts, la Ciudad de la Luz y Terra Mítica -y el Circuit-, Camps sólo logró adornar esa geografía monumental del ocio con el Ágora (la Fórmula 1 o la vela fueron proyectos, no obras en vivo). Todas esas piezas mesopotámicas estaban dedicadas al Dios supremo del turismo, se erigieron en una época de prosperidad económica y su tránsito hacia la muerte ha sido deslumbrante. Alguna se ha salvado, para contradecir al espíritu del determinismo histórico. Ahora bien, esas grandes obras hubieran podido «desaparecer» sin que las acompañara la idea de la catástrofe o un estridente ruido sideral. No ha sido posible. Tal vez en Finlandia -o en Australia- hubieran neutralizado la postal del derrumbe general. Allí son partidarios de las cosas sencillas. Aquí ha colaborado en la demolición -en su imagen estrepitosa- hasta la máxima autoridad del país, el presidente Fabra. Sé lo que me digo. La oposición sólo ha tenido que ocupar su sitio como claque y animar al desplome.

No habrá un antes y un después en Valencia tras la caída del Palau de les Arts como debería porque la clase política vive sobre el pasado en lugar de inspirar el futuro. Aplaudamos, resignados, la celebración: ya tenemos sala en el museo universal de la estafa.

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