Opinión

Jesús Civera

El «bla-bla-bla»

Josep Fontana cuenta en su ciclópea «Por el bien del imperio» que Eisenhower, por razones de conducta política, despidió a 3.200 empleados y 6.000 más dimitieron antes de que sus casos pasasen a la jurisdicción de las comisiones. «Bastaba» -añade Fontana- «la sospecha para condenar a unos acusados indefensos, ya que no importaba si se podían probar cargos o no: eran los acusados los que debían demostrar su inocencia». ¿Les suena? El clima que domina la política valenciana quizás no apunte directamente a aquellos coletazos de la «caza de brujas» pero es evidente que remueve ese territorio de abyecciones. No hará falta enumerar algunos episodios concretos para observar que cunden en la práctica reflejos triviales de aquella metodología. Hay personajes destrozados a partir de indicios y presunciones sin que les hayan leido una sentencia. El vicepresidente Císcar fijó ayer un ejemplo de ese perverso comportamiento. La diputada del PP, Elisa Díaz, ha soportado infinitas vilezas por propinarle una supuesta bofetada a otra señora: un altercado de verdulería. Nadie de la oposición dudó de su culpabilidad, nadie fue indulgente o vaciló ante la posibilidad de un falseamiento del relato de los hechos. El juicio ha revelado la verdad: se trató de una invención. Aun así, los políticos han mirado hacia otra parte. ¿Es que alguien ha cambiado el reino del respeto por las personas y las ideas por el del ultraje impune? Cito el caso de Díaz, el más ramplón y pintoresco, porque su raíz está exenta de connotaciones políticas. Su correspondencia, no obstante, con muchos otros que vertebran el debate valenciano es obvia. Las campañas políticas para derribar al adversario se abastecen de mucha porquería. Y no pocas están sujetas con invisibles alfileres indiciarios. La colosal conclusión de esta forma de actuar, que vacía la política de su expresión más noble, también la narra Fontana: En 1938, el congresista Jose Starnos, de Alabama, que investigaba la iniciativa cultural del New Deal, afirmó que había comunistas en el teatro griego de la antigüedad y que «el señor Eurípides era culpable de enseñar conciencia de clase».

Comisiones. Hablando de sospechas, Mónica Oltra extendió ayer un apriorismo tan excesivo como un edificio de Calatrava. Como el Museo de las Ciencias o el Palau de les Arts. O mucho más. Aseguró que las comisiones están generalizadas: el partido se queda un 5%, el conseller un 4% y el intermediario un 1%. Es verdad que Oltra convive desde hace años con la cultura de la corrupción, que arroba el juicio más cierto, pero también es verdad que universalizar el saqueo y convertirlo en sistémico -y con el grado de concreción al que llega la diputada- es insólito. E irresponsable. Los casos, de Gürtel a Brugal, se están juzgando todavía y, que se sepa, ningún juez ha establecido la división matemática de la «mordida», tan evidente para Oltra. ¿Dónde asienta Oltra su afirmación? ¿De los rumores? ¿De lo que ha escuchado? Estará conmigo que no debemos continuar por ahí. ¿Hay entonces que fiarse de su criterio de autoridad? ¿Y por qué no del contrario? La ciencia hizo añicos ese método de análisis hace muchos siglos. Desde entonces, se exigen pruebas y hechos para construir la verdad. La responsabilidad política, por otra parte, obliga a no esparcir culpabilidades sin cimientos seguros. ¿O es que ahora se abren causas generales contra administraciones e individuos sostenidas desde el bla-bla-bla?

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