Opinión
Manuel López Estornell
Cementofilia y talentofobia
Aclaremos el paisaje. En la Comunitat Valenciana existen problemas internos abrumadores. Paro, precariedad del empleo, corrupción, reducción del nivel de renta, sostenibilidad financiera de la Generalitat, envejecimiento de la población, desigualdad económica y fracaso escolar. Otros acuden desde fuera, aunque su intensidad no siempre puede aislarse de lo que sucede dentro. Podemos pensar en la debilidad valenciana ante la distribución del poder político, económico y mediático en España. En los azares que se vislumbran con el agravamiento del cambio climático. En la posición valenciana ante un marco globalizador que igual nos abre las puertas del mundo con Internet que, ante nuestra apatía, nos expulsa de una inserción sólida en la economía del conocimiento. Cualquiera de los anteriores „y la lista no es exhaustiva„ conformaría una agenda de acción pública y privada de largo alcance y anclado consenso. Nuestras gentes y sus representantes deberían bullir de animación, de estímulo pensante, de propuestas y reflexiones. No sólo no es ésta la circunstancia, sino que puede que salgamos de la atonía económica sin haber aprendido nada serio y asentado sobre una etapa que ha constituido la cámara de los horrores de nuestra vida en común.
Han transcurrido más de 20 años desde que se celebró el II Congreso de Economía de la Comunitat Valenciana. En aquel momento, como había sucedido años atrás con el I Congreso, existía un deseo de saber, de profundizar en el funcionamiento del modelo económico valenciano, de acotar diagnósticos y diseñar políticas que miraban hacia dentro teniendo muy presente lo que sucedía fuera. Ahora, cuando el daño del tejido económico y social es el más profundo que hemos conocido durante décadas, ese aliento inquieto y escudriñador, creativo y crítico, apenas se encuentra presente pese a que una sociedad moderna debe auscultar su día a día, y las tendencias que el tiempo va asentando, para calibrar sus fortalezas y alentar las nuevas capacidades que genera.
Existe un notable desconocimiento sobre éstas y aquéllas porque se sigue juzgando la Comunitat Valenciana del siglo XXI a la luz de lo que ha sido la del XX. Un ejemplo notable de esta circunstancia reside en la hueca retórica que habla de la sociedad del conocimiento, como si ésta fuera el referente de nuestra Comunitat, cuando „al mismo tiempo„ estamos exportando a nuestros hijos, educados y formados con su propio esfuerzo y el de nuestros impuestos. Tratando de abrirse camino fuera, con sus carreras académicas a cuestas, mientras que aquí apenas es más que simbólico el interés en hacerles partícipes de una nueva economía capaces de proporcionarles un futuro adaptado a sus saberes y expectativas.
La realidad observable no avanza en esa dirección. Cuando atendemos al contenido y vicisitudes experimentados por las reivindicaciones de las entidades empresariales valencianas, presentadas en sociedad a mediados de 2014, se desprenden varias conclusiones: de una parte, la debilidad de la sociedad valenciana y sus representantes; de otra, la inconstancia en defensa de las estrategias adoptadas y la facilidad con que se debilita, divide y resigna el tono reivindicativo; pero lo que resulta igual de llamativo es la obstinada reiteración de ciertas infraestructuras como núcleo central de las prioridades defendidas, como si sólo la obra de cemento, la cementofilia, proporcionara importancia y justificación a la acción colectiva del empresariado.
No se niega aquí que unas infraestructuras modernas en ferrocarriles, carreteras o agua influyan sobre la competitividad del territorio, si bien tal hecho debería haber animado el rescate de la concesión de la autopista AP7 y en ese punto ha abundado el silencio corporativo; pero lo que no encaja, en todo caso, es que el fondo de armario de lo reclamado se alimente sólo de tal tipo de infraestructuras. Porque éstas constituyen medios, pero no fines en sí mismas. Desde la perspectiva del desarrollo regional, el primer punto a tener presente es que determinadas infraestructuras, como las de transporte, funcionan en dos direcciones y sólo cuando el uso doméstico es más valioso que el uso ajeno se consigue un saldo positivo. Por ello las preguntas acuden solas: ¿vienen más madrileños a visitar la Ciudad de las Ciencias o son más los valencianos que asisten a los musicales madrileños? Si desfallecen nuestras fábricas, si permanece la anemia de la agricultura valenciana, ¿de qué llenaremos los vagones de ferrocarril o los remolques de los camiones, de las mercancías del lejano Pacífico que ingresan por el Puerto de Valencia? ¿Es ése el destino preferente para las inversiones que pagamos de nuestro bolsillo?
Siendo así que las anteriores infraestructuras no implican, sin más, una justificación incontrovertible, menos aún se produce ésta cuando se ignora otro tipo de infraestructuras: las energéticas, las de fibra óptica, los repetidores, esto es, aquéllas que proporcionan los elementos necesarios para que los costes de ciertos servicios sean más reducidos o más potentes „no sólo de los costes logísticos depende la competitividad de las empresas„ y, al mismo tiempo, para que otro tipo de empresas puedan crearse y prosperar: las empresas vinculadas a nuevas tecnologías; las mismas que, en gran medida, precisan de ingenieros, informáticos, técnicos en audiovisuales, diseñadores y un extenso elenco de esas mismas profesiones que ahora exportamos al resto del mundo. Contratos para un auténtico trabajo y salario profesional sin la triste cultura del todo a cien presente en el escenario laboral valenciano.
No concluye aquí el contenido de las infraestructuras deseables. Ahí están las científicas y tecnológicas: las destinadas a catalizar la creatividad que proporciona bienes y servicios inéditos, de difícil imitación, con una competencia menor y una mayor posibilidad de generar márgenes comerciales superiores; márgenes que conducen a beneficios extraordinarios y elevados salarios. Beneficios y salarios que permiten a sus perceptores demandar productos de proximidad de mayor sofisticación y calidad, ya sea en restaurantes, comercios o en servicios a las empresas. Un efecto en cascada que concluye elevando la renta per cápita, posibilita una distribución más equitativa de ésta y facilita la financiación de unos buenos servicios públicos.
Entre las empresas más capitalizadas del mundo, entre las que mayores beneficios obtienen, predominan las nacidas en los últimos treinta años alrededor de nuevas actividades que hoy forman parte de nuestra vida cotidiana. Cuenta la leyenda, en algunos casos hecha realidad, que nacieron en humildes garajes. Cuenta la historia que sus impulsores no fueron protagonistas en la demanda de ferrocarriles y carreteras; en todo caso, sí en la generación de las autopistas de la información y en el desarrollo de laboratorios y centros de investigación. La ignición de esas empresas vino del talento, no del cemento. Del empleo de la inteligencia de las personas, no de su fuerza física. Su ruta fue la de la talentofilia. Es la amplitud de miras y, a veces, la simple observación de lo que acaece ante nuestras narices lo que permite a los pueblos superar lo peor del pasado y asimilar lo mejor del presente. Un presente que se encuentra más que nunca en las cualidades creativas y profesionales de las personas.
Si alguien con responsabilidad pública no es capaz de superar los clichés de la cementofilia, que tenga al menos la gallardía de dar un paso atrás y ceder la vez a generaciones más recientes: para que éstas puedan abrir nuevos horizontes y superar la debilidad colectiva de los valencianos; ésa que se alimenta, entre otras cosas, de la triste permanencia de una narrativa avejentada. De una narrativa que todavía mide en metros y kilos lo que debería medir en bits y patentes.
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