En conversaciones con amigos, cuando suele salir a colación el papel de la mujer, me preguntan por mi postura. No pocas veces, se llevan un sobresalto, cuando les digo que el cristianismo es radicalmente feminista. Claro que hay que entender la palabra radical en su acepción latina: radix, raíz. Porque el cristianismo tiene su origen „su raíz„ precisamente en una mujer, que, según la teología católica, es la criatura más excelsa: más que ella, solo Dios. En efecto, es una singularidad del todo excepcional que sea una criatura humana, y no angélica, la que haya alcanzado la mayor y más inimaginable perfección, y que para colmo sea mujer. Es de una audacia inconcebible si no viniera la fe en ayuda de semejante afirmación.

Precisamente por esta osadía hay una perfecta armonía entre mujer y cristianismo. Para éste, en contraposición con otras realidades filosóficas o religiosas, la mujer adquiere un valor sublime, justamente porque el modelo lo es en grado máximo. Y al mismo tiempo, lleva al respeto y a la veneración del sexo femenino. También por parte de ella. El modelo que proyecta la revelación cristiana es identitario: no se trata de que la mujer se confronte con el varón, lo que sería una confusión mortal (ni al revés), sino que sea ella misma.

Este planteamiento resulta tan atractivo que, al tiempo que dota de identidad originaria a la mujer, la impulsa a un protagonismo jamás soñado y que, de hecho, se ha dado en el seno del cristianismo. No solamente una mujer concibió al Verbo encarnado „Jesucristo„ sino que desde el principio es la mujer protagonista de la epopeya cristiana; y su audacia se prolonga a lo largo de los siglos. Es lo que denominó, muy acertadamente, el papa san Juan Pablo II, como genio femenino.

En Valencia, disponemos de unas magníficas fiestas, las falleras, que vienen a ser, ni más ni menos, que la exaltación de la mujer: esposa, madre, hija. Por eso, l´ofrena de flors que es fa a la Mare de Dèu es el cénit del festejo, aunque sea a cuenta del bueno san José: no se molesta.