Se puede decir que los sagrados evangelios han sido injustos con la figura de San José. Porque los de Lucas y Mateo apenas ofrecen unas cortas referencias sobre su persona, como su asistencia al nacimiento de Jesús en la cueva de Belén, la huida a Egipto para salvarle de la matanza de Herodes, o acompañando a su madre al Templo para cumplir la ley de Moisés en su presentación oficial. Pero sin que una palabra saliera de su boca, hasta el punto de haber recibido como apodo el nombre de «el santo del silencio». No obstante, lo que los evangelios y la misma historia le negó, se encargó de suplirlo la fantasía de las primeras comunidades cristianas, ávidas de conocer todo sobre el atrayente personaje. Y crearon otro evangelio apócrifo titulado «Historia de José el carpintero» que, si bien fue mirado en principio con recelo por la jerarquía eclesiástica, nunca condenado. Al contrario, Padres de la Iglesia como San Jerónimo y San Agustín reconocieron que «podía contener algo de verdad».

Esta historia, escrita a principio del s. IV, se recitaba en los oficios religiosos de los monjes coptos de Egipto que fueron los primeros del mundo en darle culto. Porque la huella de bondad que dejó en este país José los 18 meses que allí vivió, hace que todavía se venere en El Cairo la cripta que aseguran fue morada de la Sagrada Familia. Y de Egipto se extendió su devoción por el resto de Oriente, siendo la madre del emperador Constantino, Santa Elena, la primera en dedicarle una capilla dentro de la gran Basílica que erigió en Belén el año 330.

A Europa llegó, en los comienzos del primer milenio, importada por monjes del Monte Carmelo en Israel; siendo la abadía benedictina de Winchester (Inglaterra), hoy catedral, la primera institución de nuestro viejo continente que celebró una fiesta en su honor; y Bolonia (Italia) la primera ciudad que en 1129 le erigió una iglesia. Sin embargo, hasta mediados de ese milenio no logró extenderse su devoción por occidente, gracias a que el canónigo y gran canciller de la Universidad de París, Juan Gersòn, en el Concilio Ecuménico de Constanza (1414) recomendó su culto a los Padres conciliares, siendo ésta la circunstancia que favoreció su propagación. Aunque en España sufrió retraso hasta 1562, año en que la entusiasta Santa Teresa de Jesús, reformadora de la orden carmelita, empezó a fundar conventos bajo el patrocinio de San José.

Pero en Valencia, 65 años antes que viniera a nuestra ciudad la santa de Ávila dispuesta a fundar en nuestro suelo otro convento «San José», ya en 1497 el «Gremi dels Fusters» lo había proclamado su patrón. Y también había instituido en su honor la «cremà» de sus hogueras el día de la fiesta. Una fiesta popular en principio sin realce alguno religioso, hasta que el arzobispo San Juan de Ribera en 1609 le compuso la «misa de San José» con rito propio, incluyéndola en el misal suplementario de la diócesis de Valencia junto a las de sus tres grandes patronos, San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer y Ángel Custodio. Y como las de estos, declarando igualmente obligatoria la asistencia a esta misa el día de su festividad.

Una medida que tuvo importantes repercusiones para el futuro. Para Valencia, porque el «Gremi dels Fusters», y luego la Junta Central Fallera, asumieron la institución de esta misa comprometiéndose a asistir cada año a ella con toda la Corte fallera. Y para la Iglesia universal, porque movió al papa Gregorio XV en 1621 a declararla también de obligado cumplimiento para todo el mundo cristiano.