Con la victoria electoral de Syriza en Grecia y la irrupción de Podemos en España se ha disparado el uso del término populismo entre políticos y tertulianos, un uso a veces interesado, manejado por quienes conocen el sentido peyorativo que se ha impuesto del término. Tanto es así, que el Diccionario de María Moliner define populismo como la «doctrina política que pretende defender los intereses de la gente corriente, a veces demagógicamente». La demagogia „halagos y concesiones con que algunos políticos tratan de ganarse el favor popular para llegar al poder o mantenerse en él„ se ha asociado históricamente con populismo „seguramente una asociación merecida„ y llegados a este punto no es posible limpiar populismo de su sentido negativo.

La declaración más cruda, la de Jürgen Donges, catedrático de economía y asesor de varios gobiernos alemanes. Entrevistado en la Cope el 20 de julio de 2014 le extrañaba que cuestionemos el incumplimiento de los programas electorales y añadía: «Todo el mundo sabe, al menos yo lo sé de Alemania, que la campaña electoral se hace para comprar votos y una vez comprados se empieza de nuevo». Con permiso de María Moliner, yo titularía su entrada «populismo demagógico», una argucia para conseguir votos, como dice Donges. Pero ¿hemos de negar, a priori, que alguien pudiera tratar de defender honestamente los intereses de la gente corriente? ¿Cuáles son las posibilidades reales de un populismo sincero?

Incluso el adjetivo corriente no es adecuado en esta discusión; nos basta con gente, sea corriente o extraordinaria, como concepto contrapuesto a elites, en términos económicos. Populismo se contrapone a elitismo, una denominación que ninguna formación predica de si misma, aunque hay evidencias de que está presente, como se desprende de los aumentos de desigualdad, favorecidos por las leyes y disposiciones de ciertos gobiernos. Sin embargo, no solamente actúan partidos elitistas en nuestra sociedad. El mismo sistema económico imperante lo es y alimenta la aparición y perpetuación de élites económicamente privilegiadas como denuncian Acemoglu y Robinson con su nuevo concepto «élites extractivas», que el economista César Molinas ha aplicado al caso doméstico en su libro «¿Qué hacer con España?».

Pues bien, las dificultades de defender sinceramente a la gente bajo las reglas de un sistema elitista son evidentes. El sistema y sus instituciones exhiben sus normas, que embridan las aspiraciones de introducir cambios sustanciales. Los valedores del sistema y sus voceros, al grito de «populistas», propagan los supuestos delirios de los aspirantes y anticipan la frustración que llegará. El sistema tal vez concederá algunas migajas, pero persigue amortiguar los sueños iniciales, enviar mensajes de su inexpugnabilidad y anestesiar la sensibilidad social ante las carencias de unos y los abusos de otros.

Históricamente, las élites se han reinventado para mantener o acrecentar sus privilegios, y el acceso a reglas que beneficien a la gente no es fácil, aún con mayorías parlamentarias suficientes. Existen iniciativas que necesitan divulgación: economistas y empresarios, discrepantes con la ortodoxia imperante, están desarrollando las bases de «una economía del bien común» concretada, de momento, en 20 puntos. Como ejemplo, en el punto 11 se rechaza el mercado financiero tal como lo conocemos actualmente. Tal vez considerando esos 20 principios habría posibilidades de legislar y gobernar para la gente.