Incluso en las sociedades más igualitarias, la discriminación domina el debate social. Forma parte de la naturaleza humana, de la que difícilmente podemos escapar, ni siquiera tomando los arriesgados atajos de la utopía. Por un lado, hay ciudadanos con formación universitaria o profesional que gozan de importantes ventajas competitivas sobre los no titulados. Hay personas que - ya sea por carácter o por familia - disponen de una amplia red de contactos, mientras que otras carecen de ella. Como una férrea frontera geográfica que separase dos mundos, las oportunidades tienden a concentrarse en determinadas ciudades y, más específicamente, en determinados barrios. Para Edmund Burke, padre del conservadurismo británico, la riqueza heredada traza un primer esbozo cartográfico de la prosperidad; de modo que la posición social de un individuo vendría en gran parte definida por sus progenitores, esto es, por el nivel educativo, cultural y profesional de los padres. Existe un cierto consenso entre los científicos, matizado si se quiere, acerca de que la inteligencia se hereda, lo cual marca una nueva frontera, difusa pero efectiva. La ambición y la capacidad de esfuerzo desempeñan un papel crucial. Piensen en la universidad, ya que por regla general aquellos grados y postgrados que exigen un mayor esfuerzo - las ingenierías, las ciencias abstractas, la medicina o la programación - apuntan hacia trabajos mejor remunerados. Otros elementos de discriminación pueden parecer más extraños, sin que por ello sean menos importantes. Un estudio reciente realizado en Alemania ha calculado, por ejemplo, el valor económico de la belleza física. Más allá del tópico de la guapa tonta - o del guapo tonto -, los autores del informe se preguntan si la belleza constituye un activo laboral y, en caso afirmativo, cómo se cuantificaría. Las cifras, curiosamente, favorecen a los varones ya que, de media, un hombre con un físico atractivo cobra entre un cinco y un siete por ciento más que un trabajador estándar. En el caso de las féminas, el premium salarial se situaría entre el dos y el cuatro por ciento. Si además han finalizado estudios universitarios, los resultados son todavía más reveladores. La fórmula vendría a asegurar que la belleza supone un factor a tener en cuenta. Y que, al añadirle inteligencia al mix, el porcentaje mejora exponencialmente.

La semana pasada nos desayunamos con la noticia del desfase salarial entre hombres y mujeres en nuestro país. Podríamos hablar de barreras de género, ya que nosotros ganamos de media un 24 % más que ellas. El matiz, sin embargo, apunta hacia una realidad no tan sesgada. La encuesta comparaba masas salariales completas, sin entrar en precisiones. Por ejemplo, no sabemos si, en igualdad de desempeño profesional y de número de horas trabajadas, el sueldo es distinto o no. Una noticia, en definitiva, apta para la demagogia en el Debate sobre el Estado de la Nación - Pedro Sánchez o Alberto Garzón, de hecho, emplearon este argumento -, pero no para un análisis desapasionado. La discriminación salarial, que sin duda existe, se debe a muchas causas y no cabe aislar ninguna de ellas por completo. Nos dirigimos hacia un mundo complicado. De hecho, ya lo es.

Uno de los debates fundamentales a seguir en las próximas décadas será cómo modular la creciente atomización de las clases sociales. ¿Hay que generalizar una especie de "mínimo existencial", como ha planteado Luis Garicano en el programa electoral de Ciudadanos? ¿Se debe reformular el Estado del Bienestar apostando por la formación de los parados y de los jóvenes, y por el apoyo a las familias? ¿O quizás la clave se encuentre en subrayar el decálogo de los deberes del ciudadano en lugar de insistir machaconamente en la ristra de derechos? Propuestas múltiples sin soluciones definitivas. Entre otros motivos porque, aunque existan sociedades mucho mejor gestionadas que la nuestra, más eficientes y justas, la igualdad radical no deja de ser un objetivo inalcanzable. Urge buscar posibles puntos de equilibrio entre la libertad de iniciativa y la justicia social, entre la apertura a la globalización y la lucha contra la explotación. Todo eso forma parte del manual de cualquier buen gobierno o al menos debería ser así. Lo cual nada tiene que ver, ni mucho menos, con la demagogia interesada de los que prometen lo imposible y se dedican a alimentar - por una vía u otra - el resentimiento social.