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La soberbia de Barberá

Otoño de 1990. Las Cortes Valencianas celebran el último debate de política general antes de las elecciones autonómicas del año siguiente. Rita Barberá, portavoz del grupo parlamentario popular, se dirige al presidente de la Generalitat, el socialista Joan Lerma, y le dice: «Cuando yo sea presidenta?» Arriba, en la tribuna de invitados, escucha Pedro Agramunt que acaba de ser designado por el dedo de Manuel Fraga futuro candidato del PP a la presidencia de la Comunitat Valenciana. La anécdota revela hasta qué punto la personalidad de la actual alcaldesa de Valencia fue determinante para que su partido siguiera de pie durante sus peores años. No es extraño que en el PP la reverencien. Le deben mucho. Barberá aceptó ser candidata a la alcaldía de Valencia unos meses después por pura disciplina y responsabilidad política, convencida como estaba que Vicente González Lizondo, líder de Unión Valenciana, iba a obtener más votos y concejales que ella. Ese mismo convencimiento había echado para atrás a Manuel Broseta y a Leopoldo Ortiz, espantados ante la certeza de la derrota. Barberá fue el tercer plato de un partido que no confiaba en la victoria. Y se llevó la alcaldía. Es cierto que perdió las elecciones (la socialista Clementina Ródenas obtuvo 40.000 votos más), aunque ella nunca lo recuerde; pero obtuvo un concejal más que UV y a Lizondo no le quedó otra que otorgarle la vara de mando.

Aquello fue en 1991, un año antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo de Sevilla, y la nueva alcaldesa de Valencia vio de inmediato que la ciudad -«su» ciudad- no podía permanecer al margen de los grandes acontecimientos. Esta convicción la ha llevado durante su larga etapa al frente del consistorio a convertir la Valencia conventual del siglo XVIII en la ciudad eventual del siglo XXI, dada su voracidad por albergar grandes eventos, según refleja el profesor de la Universitat de València Josep Sorribes en su libro Rita Barberá. El pensamiento vacío. Esa ambición y su capacidad para conectar con una sociedad en la que todavía sigue presente una ideología rural y muy conservadora explican en parte el porqué de su longevidad en el cargo. Valencia, la roja de la II República es un mito que no se sostiene con ningún dato empírico. Las élites y las clases medias de esa ciudad son mayoritariamente de derechas y refractarias a las ideas de la Ilustración. Que nadie se sorprenda, pues, si en las próximas elecciones de mayo, Barberá, con el inestimable concurso de Ciudadanos -bien con su voto o bien con su abstención- y con la no menos estimable división de la izquierda, consigue revalidar por sexta vez consecutiva su cargo.

Ante un panorama no tan negro como el que contemplaba el PP hace unos meses, sorprende la cantidad de torpezas que la alcaldesa de Valencia viene amontonando desde la Crida de las fallas. El surrealista discurso del «caloret» que abochornó a propios y extraños (y que ahora la secta barberiana pretende revertir en beneficio propio cuando su destino natural debería ser el recipiente de la basura orgánica), la defensa de su vicealcalde Alfonso Grau, imputado en el caso Nóos y su subsiguiente desafío al presidente Alberto Fabra, más la burla que hizo desde el balcón del Ayuntamiento a quienes criticaban la corrupción en Valencia proyectan la imagen de una alcaldesa ignorante, prepotente y soberbia. Barberá sobrevuela todos los escándalos que directa o indirectamente la salpican: Gürtel, Nóos, Emarsa, Feria de Valencia. Nunca asume una responsabilidad política de cuanto ocurre a su alrededor. Las noticias que cuestionan su imagen siempre son consecuencia de una conjura que solo tiene como objetivo expulsarla del Ayuntamiento. Y si las cosas van mal o no van como a ella le gustaría la culpa siempre es de los otros. Especialmente si esos otros son los socialistas. Cuando arrecia el vendaval, siempre está de paso. La reivindicativa Barberá plegó todos sus estandartes el día que Rajoy pisó la Moncloa. Desde entonces todas sus diatribas con el Gobierno central han sido pasto del olvido.

La soberbia de Barberá tal vez esté fundamentada en esas encuestas que el PP filtra con el único objetivo de acallar disidentes y convencer a los tibios de que su voto no se va a desperdiciar. Un día después del discurso del «caloret», y no por casualidad, el diario ABC publicaba una encuesta filtrada desde el PP que garantizaba su continuidad en la alcaldía. Aunque todas las encuestas partidarias deben ser puestas en cuestión, incluida la de la Generalitat que más bien parecía dirigida a frenar el frente anti-Fabra, no por ello deben despreciarse. Con independencia de que el guiso se cocine a gusto del cliente, siempre hay algo de verdad. La suficiente al menos para que Barberá, contra toda prudencia, vuelva a mostrarse como es ella en realidad: prepotente y soberbia.

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